miércoles, 11 de julio de 2012

De tentaciones vencidas y desiertos floridos


Un grupo de peregrinos en Qumrán


            Dejamos la dulce Galilea. Realmente sugestiva en todos sus recodos, y tan cargada de recuerdos de aquellos años inolvidables del trasiego apostólico de Jesús. Él sabía que debía subir a Jerusalén, pero entretanto, cuántas preguntas de la gente que encontraba hallaba en sus palabras y en sus gestos la respuesta más adecuada; cuántas lágrimas no fueron enjugadas con ternura; cuántas esperanzas se encendieron al escuchar y ver a un Maestro diferente, mensaje y mensajero de la verdad, de la bondad, de la belleza y de la paz. Allí quedaban todos esos rincones a los que pudimos asomarnos con la emoción de oír ahí un Evangelio que Jesús nos lo pronunciaba a cada uno de nosotros, con nuestro nombre, nuestra edad y la circunstancia claroscura o agridulce que determina nuestro momento personal.
            Fuimos bajando siguiendo la corriente del río Jordán en dirección al Mar Muerto. Dejamos también Samaría, y nos adentramos en Judea. La temperatura era elevada: 44º grados. Un sol implacable calcinaba más aún aquel paraje abrasado de las grutas de Qumrám que nos hablaba de hombres religiosos, de profetas radicales, de escribanos virtuosos que para no ser olvidados copiaban los escritos de sus mayores a los que dirigió su Palabra Dios. La pasión por entender cuanto Él nos dice a cada generación estaba presente en aquellos monjes esenios, que dentro de sus extremismos y aún no habiendo conocido al Mesías trataron de vivir sin remilgos una radicalidad que se alejaba de los ídolos que siempre nos tientan y nos acechan reclamándonos adoración, entrega, bien sabedores que engañan precisamente por su falsedad.
            Y puestos a practicar la resistencia ante las tentaciones, nos fuimos a continuación a Jericó, subiendo hasta las oquedades que guardan la memoria de la lucha de Jesús contra Satanás. El desierto que se divisaba desde allá arriba era impresionante, en medio del cual emergía como un vergel ese grande oasis que representa la ciudad de Jericó, parada obligada para todas las caravanas. La tentación que Jesús aceptó recibir para poder rechazar, en definitiva se reduce a una sola: desplazar a Dios de la propia vida. En el fondo es la única tentación que también cada uno de nosotros y el conjunto de la humanidad hemos recibido sucumbiendo a ella o no. Cada uno sabe cuál es la fruta prohibida que degusta, cuál la torre de Babel indebida que levanta, cuál el becerro de oro de un dios que no lo es ante el cual se postra. Los pecados personales son el torpe comentario a esta tentación que nos deja tocados y hundidos cuando claudicamos.
            El gran escritor inglés T.S. Eliot hablaba de los tres dioses que restan cuando se ha desplazado al verdadero Dios: el poder, el dinero y la lujuria. Estos tres dioses nos los encontramos en tantos poros de la piel social de nuestro mundo actual. La cultura hedonista, nihilista, relativista fomenta y exalta la entronización de estos tres dioses del dinero, el sexo y el poder. Bastaría asomarse a las aspiraciones de tantos, tantísimos de nuestros contemporáneos, a los círculos culturales que frecuentan, los programas televisivos que les hipnotizan, o las movidas políticas que jalean y aplauden, para ver cómo ha arraigado esta idolatrización de la vida reduciéndola a esos tres fetiches del dinero-sexo-poder. Y estos dioses falsos que desplazan al verdadero Dios, suponen una anulación del hombre y una irreconocible construcción del mundo y de la historia. Pero Jesús rechazó esa tentación y todas las demás, buscando siempre y sólo la gloria del Padre Dios y el bien de los hermanos.
            Pero no siempre nuestra vida queda a merced del bamboleo tentador, e incluso habiendo sido zarandeados por el Maligno hasta el punto de hacernos tropezar y caer de bruces ante sus engaños, chantajes e insidias, puede suceder que el pecado no tenga la última palabra. Es lo que quisimos recordar en Jericó al hilo del encuentro entre Jesús y Zaqueo. Este jefe de publicanos y ladrón recaudador era tal vez el más odiado o el más envidiado de Jericó. Pero toda la inquina, todo el odio, toda la envidia no consiguió mover ni conmover un milímetro su corazón. Sin embargo bastó que alguien pronunciara su nombre de otra manera, que no hiciera ascos a entrar en su casa ni a compartir una cena, para que él entendiera mirándose en los ojos de Jesús que había perdido su vida. Pero aquella mirada le salvó. Como la Magdalena que desmontó sus usos y los abusos que otros le infligían, así también Zaqueo consiguió devolver cuatriplicando lo que había robado. Y escuchó en aquella cena un “hoy” que puso para siempre fecha para que entrase en su casa la salvación que él no conquistó ni robó ante el Señor, sino que por pura gracia se le concedió.
            Tentaciones y encuentros. Mentiras y miradas. La insidia que nos separa del Señor, nos enfrenta al hermano y nos parte por dentro, y la gracia que nos devuelve la condición de hijos ante Dios, de hermanos ante los demás, y de serena integridad con nosotros mismos. En el Jericó de nuestra vida, esto nos sigue pasando, y vemos con asombro que incluso el desierto calcinado se puede transformar en vergel y en flor.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Qumrám-Jericó, 10 julio de 2012
En Qumrám

Atardece en Jerusalén

Contemplando Jerusalén

Celebrando la Eucaristía en Jericó

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