Un grupo de peregrinos en Qumrán |
Dejamos la
dulce Galilea. Realmente sugestiva en todos sus recodos, y tan cargada de
recuerdos de aquellos años inolvidables del trasiego apostólico de Jesús. Él
sabía que debía subir a Jerusalén, pero entretanto, cuántas preguntas de la
gente que encontraba hallaba en sus palabras y en sus gestos la respuesta más
adecuada; cuántas lágrimas no fueron enjugadas con ternura; cuántas esperanzas
se encendieron al escuchar y ver a un Maestro diferente, mensaje y mensajero de
la verdad, de la bondad, de la belleza y de la paz. Allí quedaban todos esos
rincones a los que pudimos asomarnos con la emoción de oír ahí un Evangelio que
Jesús nos lo pronunciaba a cada uno de nosotros, con nuestro nombre, nuestra
edad y la circunstancia claroscura o agridulce que determina nuestro momento
personal.
Fuimos
bajando siguiendo la corriente del río Jordán en dirección al Mar Muerto.
Dejamos también Samaría, y nos adentramos en Judea. La temperatura era elevada:
44º grados. Un sol implacable calcinaba más aún aquel paraje abrasado de las
grutas de Qumrám que nos hablaba de hombres religiosos, de profetas radicales,
de escribanos virtuosos que para no ser olvidados copiaban los escritos de sus
mayores a los que dirigió su Palabra Dios. La pasión por entender cuanto Él nos
dice a cada generación estaba presente en aquellos monjes esenios, que dentro
de sus extremismos y aún no habiendo conocido al Mesías trataron de vivir sin remilgos
una radicalidad que se alejaba de los ídolos que siempre nos tientan y nos
acechan reclamándonos adoración, entrega, bien sabedores que engañan
precisamente por su falsedad.
Y puestos a
practicar la resistencia ante las tentaciones, nos fuimos a continuación a
Jericó, subiendo hasta las oquedades que guardan la memoria de la lucha de
Jesús contra Satanás. El desierto que se divisaba desde allá arriba era
impresionante, en medio del cual emergía como un vergel ese grande oasis que
representa la ciudad de Jericó, parada obligada para todas las caravanas. La
tentación que Jesús aceptó recibir para poder rechazar, en definitiva se reduce
a una sola: desplazar a Dios de la propia vida. En el fondo es la única
tentación que también cada uno de nosotros y el conjunto de la humanidad hemos
recibido sucumbiendo a ella o no. Cada uno sabe cuál es la fruta prohibida que
degusta, cuál la torre de Babel indebida que levanta, cuál el becerro de oro de
un dios que no lo es ante el cual se postra. Los pecados personales son el
torpe comentario a esta tentación que nos deja tocados y hundidos cuando
claudicamos.
El gran
escritor inglés T.S. Eliot hablaba de los tres dioses que restan cuando se ha
desplazado al verdadero Dios: el poder, el dinero y la lujuria. Estos tres
dioses nos los encontramos en tantos poros de la piel social de nuestro mundo
actual. La cultura hedonista, nihilista, relativista fomenta y exalta la
entronización de estos tres dioses del dinero, el sexo y el poder. Bastaría
asomarse a las aspiraciones de tantos, tantísimos de nuestros contemporáneos, a
los círculos culturales que frecuentan, los programas televisivos que les
hipnotizan, o las movidas políticas que jalean y aplauden, para ver cómo ha
arraigado esta idolatrización de la vida reduciéndola a esos tres fetiches del
dinero-sexo-poder. Y estos dioses falsos que desplazan al verdadero Dios,
suponen una anulación del hombre y una irreconocible construcción del mundo y
de la historia. Pero Jesús rechazó esa tentación y todas las demás, buscando
siempre y sólo la gloria del Padre Dios y el bien de los hermanos.
Pero no
siempre nuestra vida queda a merced del bamboleo tentador, e incluso habiendo
sido zarandeados por el Maligno hasta el punto de hacernos tropezar y caer de
bruces ante sus engaños, chantajes e insidias, puede suceder que el pecado no
tenga la última palabra. Es lo que quisimos recordar en Jericó al hilo del
encuentro entre Jesús y Zaqueo. Este jefe de publicanos y ladrón recaudador era
tal vez el más odiado o el más envidiado de Jericó. Pero toda la inquina, todo
el odio, toda la envidia no consiguió mover ni conmover un milímetro su
corazón. Sin embargo bastó que alguien pronunciara su nombre de otra manera,
que no hiciera ascos a entrar en su casa ni a compartir una cena, para que él
entendiera mirándose en los ojos de Jesús que había perdido su vida. Pero
aquella mirada le salvó. Como la Magdalena que desmontó sus usos y los abusos
que otros le infligían, así también Zaqueo consiguió devolver cuatriplicando lo
que había robado. Y escuchó en aquella cena un “hoy” que puso para siempre
fecha para que entrase en su casa la salvación que él no conquistó ni robó ante
el Señor, sino que por pura gracia se le concedió.
Tentaciones
y encuentros. Mentiras y miradas. La insidia que nos separa del Señor, nos
enfrenta al hermano y nos parte por dentro, y la gracia que nos devuelve la
condición de hijos ante Dios, de hermanos ante los demás, y de serena
integridad con nosotros mismos. En el Jericó de nuestra vida, esto nos sigue
pasando, y vemos con asombro que incluso el desierto calcinado se puede transformar
en vergel y en flor.
+ Fr. Jesús Sanz
Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Qumrám-Jericó, 10 julio
de 2012
En Qumrám |
Atardece en Jerusalén |
Contemplando Jerusalén |
Celebrando la Eucaristía en Jericó |
No hay comentarios:
Publicar un comentario