domingo, 15 de julio de 2012

Custodiar una historia. Contar lo sucedido en el camino


Última Eucaristía en Emaús

            La víspera de nuestro regreso, con la peregrinación casi terminada, fuimos a la sede de la Custodia de Tierra Santa. Es una institución de la Orden Franciscana, porque por petición de la Iglesia han sido los hijos de San Francisco de Asís quienes desde hace casi 800 años, asumen este encargo de custodiar los lugares de Jesús, de María, de la primitiva comunidad cristiana. Quisimos tener un encuentro con el P. Artemio Vítores, OFM, franciscano español que lleva en Jerusalén cuarenta años y en este momento es el Vicario de la Custodia. Nos explicó lo que han hecho los franciscanos a lo largo de tantos siglos. Lo primero es cuidar los lugares vinculados al Señor, porque sus sitios nos hablan todavía y guardan el secreto desvelado de lo que allí aconteció y sigue aconteciendo. No son piedras, ni tampoco rincones mágicos, esotéricos, con extrañas energías que habría que catalizar. Son lugares que siguen narrando una historia, y que arrojan una luz preciosa sobre los textos del Evangelio, como si allí nos diéramos cita de nuevo los discípulos de hoy con el Maestro eterno. Esos lugares hay que cuidarlos, limpiarlos, dignificarlos, y sobre todo brindar la acogida a los que peregrinan en búsqueda de la gracia, de la verdad, de la bondad que el Señor resucitado allí nos sigue brindando.
            En segundo lugar, la Custodia acompaña a las comunidades cristianas de Tierra Santa. No sólo las que están en Israel, sino también las que están en Jordania, en Siria, en Líbano, en Turquía, etc. De modo particular, lógicamente, las que están en Israel. Las parroquias que llevan los franciscanos, los colegios ofreciendo una educacigesis, la tierra pasa cotidianamtoanosnder el corazespierta, se enfada, se enamora, se ilusiona. Por esta tierra pasa cotidianamón integral desde el Evangelio, el sostenimiento los pequeños talleres de artesanía.  Y también adquiriendo viviendas para los cristianos a fin de que no tengan que vivir un éxodo interminable en medio de la incomprensión y a veces la hostilidad como de un fuego cruzado entre judíos y musulmanes. También es importante la Facultad de Estudios Bíblicos (Studium Franciscanum Biblicum) en donde se profundiza en la Sagrada Escritura al más alto nivel de la exégesis, la historia, la geografía, la arqueología, la teología.
            En tercer lugar, recuperar las “campanas”. Literalmente es lo que con la conquista de Tierra Santa por parte de Saladino en la derrota de Hattin (1187) que sufrieron los Cruzados, las campanas fueron fundidas o quebradas. Esto era como enmudecer a Dios, quitarle la posibilidad de llamar a su Pueblo, porque la campana en nuestra tradición significa precisamente eso. Más allá del significado propio y literal de ir recuperando las campanas, la Custodia ha velado en todos estos siglos para que Dios pueda seguir siendo escuchado, sea donde sea que Él hable. En este sentido, hay muchos tipos de campanarios, es decir, muchos modos en los que Dios puede seguir diciéndonos tantas cosas a sus hijos: todo lo que a Él le da gloria y a sus hijos nos acerca una bendición. Eso es lo que Dios quiere seguir diciéndonos con palabras verdaderas de gracia, de paz, de justicia, de belleza y de bondad.
            Agradecimos al P. Artemio todo lo que los franciscanos siguen haciendo por esta Tierra de Jesús junto a otras comunidades religiosas e instituciones de Iglesia, y le ofrecimos un importante donativo en nombre de la Diócesis de Oviedo, como complemento de la colecta del Viernes Santo por los Santos Lugares.
            Ya el mismo día de tomar el avión de regreso en Tel-Avil, hicimos una última parada en Emaús-Latrun para celebrar la Eucaristía final. El marco no podía ser más adecuado. Las ruinas que recordaban la iglesia de la época de los Cruzados en ese lugar, nos permitió celebrar la Santa Misa con el relato de lo que el Evangelio de San Lucas nos refiere de aquellos dos discípulos frustrados que regresan a Emaús ante el “fracaso” de Jesús con su muerte en la cruz. “¿De qué veníais hablando por el camino?”. Esta fue la pregunta como auténtica provocación que Jesús les planteó. Y entonces les fue explicando las Escrituras que no habían entendido, los hechos y palabras que no sabían comprender. Ellos quedaron conmovidos, sus ojos se les abrieron, y sus corazones comenzaron a arder. “Quédate junto a nosotros, que el día está ya de caída”, le dijeron, y Él desapareció. Era toda una parábola de nuestra peregrinación. También nosotros veníamos hablando de nuestras cosas por el camino de la vida: ilusiones, frustraciones, los fantasmas de nuestras preocupaciones, o la realidad terca de nuestros sufrimientos reales… todo eso que nos dilata la mirada con esperanza o lo que nos acorrala fatalmente con su impostura. Y podía sucedernos que también nosotros experimentásemos una especie de desencanto o indiferencia ante la aparente ausencia o silencio de Dios. De hecho, en nuestro camino cotidiano que interrumpimos al iniciar esta peregrinación se dan todos esos registros: lo más hermoso y gratificante, lo más duro y preocupante.
            Pero con este bagaje claroscuro, con este sinfín de agridulces realidades, llegamos a la Tierra de Jesús y pudimos seguir sus huellas, escuchar in situ su Evangelio, y contemplar desde los dos mil años de tradición cristiana cómo el Señor no es una quimera fantasiosa, ni su mensaje algo lejano e irreal. También a nosotros se nos abrieron los ojos y se nos encendió el corazón. Y volvemos a nuestra realidad, esa que nos esperaba sin tregua. Tal vez la realidad no ha cambiado, pero acaso nosotros la vemos diferente, porque los que han cambiado son nuestros ojos y el nuestro pálpito del corazón.
            Tierra Santa… Tierra Santa… también es el terruño en donde a diario nuestra vida se despierta, se enfada, se enamora, se ilusiona. Por esta tierra pasa cotidianamente el Señor, poniéndose discretamente a nuestro lado para cambiarnos la mirada y para encender el corazón.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
 Jerusalén, 14 julio de 2012
Mons. Sanz habla a los peregrinos, en la última Eucaristía

"Quédate junto a nosotros..."

Eucaristía final

sábado, 14 de julio de 2012

Un saludo saltarín llevando a Dios en el corazón y en los labios



Hora santa en Getsemaní. Procesión con el Santísimo Sacramento por el Huerto de los Olivos




            Comenzamos nuestra peregrinación con María en Nazareth. Llegando casi al término de nuestra andadura en la Tierra Santa, miramos de nuevo a María yendo presurosos a la montaña de Judea, en Ain-Karem, como cuando ella fue a visitar a su prima Isabel. No era la prestación de servicios de la joven casi niña a la adulta casi anciana, menos aún la curiosidad femenina de ver qué es lo que pasaba. No es fácil entrar en los íntimos entresijos de María e Isabel, cuando con esta visita se ponía de manifiesto la omnipotente creatividad de Dios, capaz de confundir a los sabihondos y prepotentes para revelarse a los humildes y sencillos.

            Una joven doncella y una adulta madura, ambas madres de un milagro. Cuando la vida ya no se esperaba o cuando no se esperaba todavía, la vida llamó a la puerta siendo la mano del mismo Dios quien la tocaba. Más allá de toda previsión, lejos de cualquier cálculo, la medida sin-medida del Señor hacía que en aquella familia se juntase la total confianza en Él y el gesto del más noble amor por el hermano. María e Isabel llevaban dentro de sus senos intactos a Dios hecho hombre y al Bautista que prepararía sus caminos sin atajos.
            Pero los que estábamos en esa Iglesia de la Visitación, mientras subimos despacio rezando el rosario hasta llegar al lugar, íbamos pensando en ese gesto especial de estas dos primas, madres de los primos que llevaban en sus entrañas. El hecho es que María fue saludada por Isabel con un piropo especial: bienaventurada por creer que lo que te ha dicho el Señor se cumplirá. Y en ese instante el pequeño Juan que crecía en el vientre de su madre, saltó de alegría haciendo notar su primer con el pequeño Jesús que llevaba María en su vientre también. Un saludo que provoca el salto de gozo, de una verdadera alegría.
            Será el piropo que acompañará a María toda su vida. Como aquella vez que una mujer sencilla del pueblo, viendo pasar a Jesús le dijo el requiebro: dichosos los pechos que te amamantaron y el seno que te crió, que es como decir en castizo nuestro popular ¡viva la madre que te… concibió! (traducción libre). A ello repuso Jesús una enmienda a lo dicho por aquella buena mujer: más bien dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen. Pero no era un reproche como tal, ni una enmienda tampoco. Era situar la dicha de María no en una razón biológica –ser madre–, sino en un motivo de teológico –tener fe y vivirla–. En este año de la fe, era justo subrayar este aspecto de la joven María, que la acompañará durante toda su vida. Desde que ella dijo al ángel: hágase en mi su Palabra, no hizo otra cosa en su camino creyente.
            En aquella primera procesión del Corpus que representó el viaje de María desde Nazareth hasta Ain-Karem, siendo ella la más pura custodia que llevó a Jesús por los caminos, nosotros nos preguntamos en este lugar de la Iglesia de la Visitación de la Virgen qué ocurriría si fuésemos portadores y portavoces suyos en el vaivén cotidiano por donde nuestra vida pasa. ¿Qué saludos ofrecemos a los demás al dirigirnos a ellos desde una vivencia cristiana? ¿Qué salta en sus corazones cuando nosotros llegamos que hemos sido visitados previamente, inmerecidamente, por el Señor? En María aprendemos un modo de encontrarnos diferente, llevando como portadores al Señor, diciendo como portavoces sus palabras, y permitiendo hacer más fácil al otro su encuentro con Dios, viendo cómo salta de alegría en él lo mejor de su existencia.
            Tuvimos unas palabras de recuerdo de los niños no nacidos, mirando precisamente a estas dos mujeres embarazadas, María e Isabel. Rezamos por ellos y con ellos, como parte de esa pléyade de los santos inocentes que nuestra sociedad hipócritamente burguesa y cínicamente violenta no deja de asesinar con la lacra del aborto. Pedimos por sus madres y por todas las madres que están en riesgo de abortar.
     Pero no quisimos terminar nuestra celebración, enmarcada en el sí a la llamada que Dios hizo a María e Isabel, sin renovar los sacerdotes nuestras promesas y consagración ministerial. No pudimos hacerlo en el Cenáculo, pero en Ain-Karem lo realizamos. ¡Cuántos nombres inolvidables de personas y de dones que inmerecidamente se nos dieron! ¡Cuántos lugares en donde gracias y pecados tuvieron domicilio! Porque al final, queda sólo ese triunfo del Señor en nuestras vidas, tras nuestros jirones y nuestros descosidos.
Damos gracias por tanto vivido y ofrecido, gozado y sufrido, pues ha habido de todo, como en la vida misma. Pero para Dios que siempre nos acompaña, no ha habido lágrima que le haya pasado inadvertida y haya querido enjugar, ni alegría por la que Él no haya brindado. Una gratitud que incluso se hace mendiga. Porque no sólo damos gracias, sino que pedimos gracia también. La gracia de reestrenar en don recibido con la imposición de las manos. Ciertamente no somos ya aquellos misacantanos con toda una vida por delante llena de vigor e ilusión, cuando estaba todo aún por escribir. El vigor tiene ahora otra forma, y la ilusión acaso se ha hecho humilde. Pero nuestra fidelidad sigue escribiendo día tras día una historia para la que pedimos gracia al Buen Dios.
En el fondo nuestro ministerio tiene algún parecido con la Visitación de María a Isabel, puesto que llevamos a Alguien más grande que nosotros para que nuestro trabajo pastoral se asemeje a ella: llevar a Jesús sin apropiarnos de Él; servir al otro saludándole con los labios y con la vida. Que seamos nosotros bienaventurados según el espíritu de las bienaventuranzas de Jesús.


+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Ain-Karem, 13 julio de 2012
Hora santa en Getsemaní

Los sacerdotes que asisten a la peregrinación renuevan sus promesas sacerdotales en la iglesia de la Visitación

Un momento de la renovación de las promesas sacerdotales

Eucaristía, en la iglesia de la Visitación

Los peregrinos, en la Eucaristía

Monseñor Jesús Sanz, y los sacerdotes de la peregrinación

Don Jorge Fernández Sangrador, Vicario General y guía de la peregrinación diocesana, explica a un grupo lo acontecido en Ain Karen

El grupo escucha la explicación de don Julián Herrojo, en Betania

Más peregrinos, en Betania

En Betania

El grupo de peregrinos, en la Custodia de Tierra Santa

viernes, 13 de julio de 2012

Vía Dolorosa, calle de la esperanza


Un momento del viacrucis
 
           Eran algo más de las nueve de la mañana. Las calles hervían ya de tráfico y trajín, y tuvimos que ir sorteando todo tipo de obstáculos en aquellas callejuelas estrechas por el barrio musulmán tras la Puerta de los Leones. Íbamos al Calvario, para hacer en plena calle un viacrucis cristiano. Digo bien, cristiano, porque hasta en esto se puede dar la presunción y petulancia piadosas. Lo recordé a propósito de una experiencia personal cuando vine por primera vez a Tierra Santa. Estábamos ansiosos por saber qué calle era la famosa Vía Dolorosa, aquella que recorrió Jesús un viernes cualquiera hace dos mil años, cargando una cruz totalmente ajena por causa de unos pecados más ajenos aún.
            Así, de pronto unos chavales traían como se traen unos paraguas tras las primeras gotas, cruces de varios tamaños, manoseadas por la frivolidad turística que consume lo que sea. Se ofrecían a un precio de alquiler totalmente módico: Padre, un dólar, un dólar nada más, no se prive. Alquilar una cruz para hacer el viacrucis con semejante trofeo, esta era la tentación. He pensado en esa escena muchas veces después. Porque hay otro viacrucis que no tiene por domicilio Jerusalén, sino donde cada uno habita. La cruz que se nos carga en los hombros no es de madera, sino la que nos toca abrazar. Esa cruz cotidiana no se alquila ni por un dólar ni por más: resulta escandalosamente gratuita aunque paguemos tan alto precio.
            Quizás en la Vía Dolorosa de Jerusalén sea obligado rechazar una cruz burlesca de madera con alquiler de quita y pon. Pero en el viacrucis de la vida la cruz es tan propia, que tiene el nombre, la edad y el domicilio de cada cual.
            Nosotros en esta ocasión fuimos presididos por una cruz de madera desnuda, que los peregrinos se iban turnando verdaderamente conmovidos como cirineos improvisados y agradecidos. No obstante, el crucificado soy yo, y es Cristo quien me sale al encuentro. La verdadera cruz no es de madera vacía, sino que constituyen las pruebas que me ponen a prueba en la vida. Una cruz joven en nuestra mocedad; una cruz adulta cuando nos hacemos grandes; una cruz anciana al llegar la senectud. Para cada tramo hay un viacrucis en el que se pone a prueba mi confianza en Dios o mi resistencia a su gracia.
            Pero los diversos personajes que iban apareciendo, eran vivo retrato de mi temperatura humana y espiritual. Condenas de tribunales indignos, falsarios que se aprestan a dar falso testimonio por un perjurio subvencionado, gente que con indiferencia ve pasar a su redentor sin despeinarse el fijador de sus vanidades, mujeres  llorosas que rompen en llanto por la conmoción presentida; soldados que ponen orden en aquel concierto desconcertado; cireneos que se prestan a llevar una cruz aliviando al  en breve crucificado. Es la escena de nuestra propia vida, con todo lo que tiene de luz y de profunda oscuridad, que se encuentra y se mide con el mismo Cristo en la Vía Dolorosa que juntos compartimos.
            Tras la condena, el escarmiento ejemplar público. Para que todos se enteren que no se puede ir por la vida como fue Jesús: tratando a Dios como Hijo, a los pecadores con Misericordia, a los niños, a las mujeres... con ojos limpios y corazón puro. No, no bastaba condenar a Jesús: había que restregarlo al pueblo durante aquella primera procesión de la semana santa primera.
     Este escarnio, Jesús, era una cruz que no te perteneció jamás; la que hacía pesada y oscura la vida de los hombres; la que se agolpaba en todos los absurdos, todos los sin-sentidos, todos los horrores y todos los errores. Lejos de afrontar nuestro propio veneno, lo cargamos sobre Ti. La cruz de mis pecados y falsedades, la cruz de mis manías y endurecimientos, la cruz de mis resentimientos e intolerancias, la cruz de mis desdichas e infelicidades... ¿sobre qué hombros la cargo? ¿a quién exhibo en mi vía dolorosa? ¿quién paga mis cuentas y mis platos? Más adelante Jesús tomará de nuevo esa cruz, y se dejará clavar en ella como quien abraza la muerte para hacerla resucitar.
            Dios ha sido el primer cirineo de nuestras cruces. Tantas veces Él ha salido a nuestro encuentro, sin más empujón romano que el empuje del amor. Cruces grandes y chiquitas, cruces notorias o inconfesables, cruces pasajeras o persistentes. Para cada una tenía unos brazos preparados Dios. No notamos su mano amiga, casi invisible de discreta que es. Pero está ahí sosteniéndonos en vilo en los hilos de la vida. Cuando todos se han ido y nosotros mismos hemos dicho el último y fatal ¡no!, Cristo sigue todavía esperando, ofreciéndonos su consuelo, su gracia y su perdón.
            Nosotros seguiremos tal vez perplejos, asustados y fugitivos, como los discípulos; o acaso llorosos y desconsolados, como la Magdalena. Siempre así, cuando la muerte, en cualquiera de sus formas, nos acorrala y amenaza. Pero no es la hora del llanto, ni del pánico, ni de la fuga. Jesús resucitará al tercer día, y llenará de sentido todo abandono y toda muerte, haciéndolos encuentro y vida.
            Cristo, grano de trigo en la tierra dura y oscura, en el sepulcro de todos los vacíos, resucitará. Y la creación y la historia serán testigos de que aquél sepulcro quedará vacante para siempre. Porque la muerte que en él fue sepultada ha sido vencida, ha sido muerta y en Jesús la vida ha sido resucitada.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
El viacrucis, por la Vía Dolorosa

Otro momento del viacrucis

La cruz se iba turnando entre los peregrinos

Monseñor Jesús Sanz venera la roca del Calvario

Raquel y Jesús, dos peregrinos, veneran la losa del embalsamamiento del Señor

En la cisterna de la prisión del Señor

En el Muro de las Lamentaciones

Monseñor Jesús Sanz, en el Muro de las Lamentaciones






jueves, 12 de julio de 2012

Un mensaje de paz y esperanza desde Jerusalén

Mons. Sanz destaca el significado profundo de los Santos Lugares 






Siempre es Navidad


El grupo de peregrinos, esperando entrar en la Basílica de la Natividad

       
          La Casa del Pan, es lo que significa Belén, Bet-lehem. Y allí dormimos tras el día anterior intenso en las vivencias y subido en los calores. Bien descansados teníamos un cita especial en la Basílica de la Natividad. No llevábamos sonajas ni panderetas, tampoco cantamos el “Adeste Fideles” o el “Noche de Paz” con el frío propio de las navidades de diciembre en nuestros lares. Era curioso el cantar navideño armonizado con el sonido del clas-clas del abanico que alivia el sofoco ya a las ocho de la mañana.
            Pero las calendas y su ambientación meteorológica no contaban para lo que estábamos viviendo. El dato que nos movía era la memoria allí de lo que aconteció hace dos mil años, y beneficiarnos de nuevo nosotros aquí como lo hicieron aquellos de antaño. Un allí y un aquí, un entonces y un ahora es lo que misteriosamente se juntan como un regalo que nos toca, que nos corresponde, que es capaz de abrazar nuestra vida aquí y ahora, como el mismo Dios la abrazó entonces y allí.
            Porque también para nosotros se cumple lo que ya decía ese texto del libro de la Sabiduría que escuchamos en la Navidad: “cuando un silencio todo lo envolvía, y la noche estaba a la mitad de su carrera, tu Palabra omnipotente, Señor, se abalanzó a una tierra condenada al exterminio” (Sab 18,14-15). Hay una Palabra que todo lo puede, que todo lo crea, que todo lo recrea, que es la que sale de los labios de Dios. Él siempre nos la pronuncia, tanto cuando nos susurra cosas como cuando nos las dice mientras calla. Pero jamás su Palabra es un hablar por hablar, sino que llena de sentido y horizonte nuestro silencio enmudecido, y enciende una luz capaz de disipar cualquier oscuridad.
            Quedan rotos, audazmente quebrados los modos y métodos en los que cabría organizar la venida de Dios. Él no vendrá como sabihondo sabelotodo, no será un poderoso potentado, ni actuará cual gran gendarme del mundo armado hasta los dientes de fuerza multinacional. Menos mal que el Padre eterno no nos preguntó. Por no haber no hubo ni siquiera una rueda de prensa. Anónima donde las haya fue aquella escena: una joven mujer en trance de dar a luz a su pequeño, ante la intemperie de no encontrar lugar para semejante instante. Siendo como era casi niña, primeriza mamá, con el peso de todas las incertidumbres, confiada en la palabra que el mensajero de Dios le había dado, apoyada en la fidelidad discreta de aquel carpintero bueno y justo que la acompañaba, José que tanto y tan puramente la quería. La joven nazaretana Miriam, encontró en una especie de establo el lugar para que naciera el Mesías, Rey de todos los reyes.
            Todo esto sucedió entonces, lejos de cualquier glamour pinturero, al margen de los mentideros y de las vanidades, de los que calculaban sus vergüenzas para tener a raya la infinita paciencia de Dios. Nada parecía estar pasando, y sin embargo un antes y un después para siempre aconteció. Arriba en las majadas, el campo de los pastores no tenía mayor cosa extraordinaria aquella noche. Entre zurrones y sin turrones, también a ellos, los primeros de todos, se les dio la noticia con un “hoy” que resonará para siempre en la historia de los hombres: os ha nacido un Salvador. La vida tosca y sin apenas horizonte de aquellos pastores, al margen de tantas cosas, carentes de tanto cuanto su ignorancia les hurtaba y escondía, de pronto se iluminó.
            La luz era distinta, tanto que ni siquiera la sabrían contar, ni dibujar, ni darle forma o componer para ella una música especial. Pero era luz. No sabían cómo, pero aquellas vidas quedaron iluminadas y encendidas con una claridad y una lumbre tan poderosas como tiernas y sin mentiras. ¿Era posible que una escena así pudiera hacer tanto? ¡Pero si era tan sólo un bebé recién nacido, y su madre que no sabía bien como cogerle en brazos, o cómo cambiar su llanto en sonrisa! Y aquel José que parecía el padre sin serlo, estaba lleno de asombro como si de un pasmo se tratase.
            Así de cotidiana fue esa escena, así de inesperado el modo con el que Dios quiso enviarnos al Salvador de nuestras vidas. Nosotros allí, arrebujados en torno a ese misterio que tiene que ver con cada uno, pusimos ante el Niño los escenarios en los que esa escena hace que Dios se haga nuevamente contemporáneo. También nosotros andamos en las mil derivas, sin lograr dar a luz un mundo en donde la paz y la justicia se besen como dice el profeta Isaías, en donde la gloria de Dios no se perciba como rival de nuestra dicha, en donde los hombres se sepan verdaderamente hermanos bajo la mirada del Padre de todos, a pesar de nuestras fugas pródigas o nuestras permanencias resentidas.
            Como pastores a los que se les anuncia inmerecidamente una Buena Noticia, así se nos anunció a nosotros. Como aquellos Magos de oriente también nosotros vinimos a adorar a ese Niño guiados por la estrella. Entre pastores y Magos andamos nosotros también, con nuestras cosas, con nuestras cuitas, con aquello que nos acorrala y lo que nos permite vivir una esperanza rendida. Es Navidad. Sólo cabe nuestro mejor albricias.
           
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Belén, 11 julio de 2012
Celebrando la Navidad en Belén, el 11 de julio

En la iglesia del Campo de los Pastores, Pablo Morí canta Adeste Fideles

Celebrando misa en Belén

El grupo, a la entrada de la gruta de la Natividad

En una de las cuevas del Campo de los Pastores de Belén

En el Huerto de los Olivos

miércoles, 11 de julio de 2012

De tentaciones vencidas y desiertos floridos


Un grupo de peregrinos en Qumrán


            Dejamos la dulce Galilea. Realmente sugestiva en todos sus recodos, y tan cargada de recuerdos de aquellos años inolvidables del trasiego apostólico de Jesús. Él sabía que debía subir a Jerusalén, pero entretanto, cuántas preguntas de la gente que encontraba hallaba en sus palabras y en sus gestos la respuesta más adecuada; cuántas lágrimas no fueron enjugadas con ternura; cuántas esperanzas se encendieron al escuchar y ver a un Maestro diferente, mensaje y mensajero de la verdad, de la bondad, de la belleza y de la paz. Allí quedaban todos esos rincones a los que pudimos asomarnos con la emoción de oír ahí un Evangelio que Jesús nos lo pronunciaba a cada uno de nosotros, con nuestro nombre, nuestra edad y la circunstancia claroscura o agridulce que determina nuestro momento personal.
            Fuimos bajando siguiendo la corriente del río Jordán en dirección al Mar Muerto. Dejamos también Samaría, y nos adentramos en Judea. La temperatura era elevada: 44º grados. Un sol implacable calcinaba más aún aquel paraje abrasado de las grutas de Qumrám que nos hablaba de hombres religiosos, de profetas radicales, de escribanos virtuosos que para no ser olvidados copiaban los escritos de sus mayores a los que dirigió su Palabra Dios. La pasión por entender cuanto Él nos dice a cada generación estaba presente en aquellos monjes esenios, que dentro de sus extremismos y aún no habiendo conocido al Mesías trataron de vivir sin remilgos una radicalidad que se alejaba de los ídolos que siempre nos tientan y nos acechan reclamándonos adoración, entrega, bien sabedores que engañan precisamente por su falsedad.
            Y puestos a practicar la resistencia ante las tentaciones, nos fuimos a continuación a Jericó, subiendo hasta las oquedades que guardan la memoria de la lucha de Jesús contra Satanás. El desierto que se divisaba desde allá arriba era impresionante, en medio del cual emergía como un vergel ese grande oasis que representa la ciudad de Jericó, parada obligada para todas las caravanas. La tentación que Jesús aceptó recibir para poder rechazar, en definitiva se reduce a una sola: desplazar a Dios de la propia vida. En el fondo es la única tentación que también cada uno de nosotros y el conjunto de la humanidad hemos recibido sucumbiendo a ella o no. Cada uno sabe cuál es la fruta prohibida que degusta, cuál la torre de Babel indebida que levanta, cuál el becerro de oro de un dios que no lo es ante el cual se postra. Los pecados personales son el torpe comentario a esta tentación que nos deja tocados y hundidos cuando claudicamos.
            El gran escritor inglés T.S. Eliot hablaba de los tres dioses que restan cuando se ha desplazado al verdadero Dios: el poder, el dinero y la lujuria. Estos tres dioses nos los encontramos en tantos poros de la piel social de nuestro mundo actual. La cultura hedonista, nihilista, relativista fomenta y exalta la entronización de estos tres dioses del dinero, el sexo y el poder. Bastaría asomarse a las aspiraciones de tantos, tantísimos de nuestros contemporáneos, a los círculos culturales que frecuentan, los programas televisivos que les hipnotizan, o las movidas políticas que jalean y aplauden, para ver cómo ha arraigado esta idolatrización de la vida reduciéndola a esos tres fetiches del dinero-sexo-poder. Y estos dioses falsos que desplazan al verdadero Dios, suponen una anulación del hombre y una irreconocible construcción del mundo y de la historia. Pero Jesús rechazó esa tentación y todas las demás, buscando siempre y sólo la gloria del Padre Dios y el bien de los hermanos.
            Pero no siempre nuestra vida queda a merced del bamboleo tentador, e incluso habiendo sido zarandeados por el Maligno hasta el punto de hacernos tropezar y caer de bruces ante sus engaños, chantajes e insidias, puede suceder que el pecado no tenga la última palabra. Es lo que quisimos recordar en Jericó al hilo del encuentro entre Jesús y Zaqueo. Este jefe de publicanos y ladrón recaudador era tal vez el más odiado o el más envidiado de Jericó. Pero toda la inquina, todo el odio, toda la envidia no consiguió mover ni conmover un milímetro su corazón. Sin embargo bastó que alguien pronunciara su nombre de otra manera, que no hiciera ascos a entrar en su casa ni a compartir una cena, para que él entendiera mirándose en los ojos de Jesús que había perdido su vida. Pero aquella mirada le salvó. Como la Magdalena que desmontó sus usos y los abusos que otros le infligían, así también Zaqueo consiguió devolver cuatriplicando lo que había robado. Y escuchó en aquella cena un “hoy” que puso para siempre fecha para que entrase en su casa la salvación que él no conquistó ni robó ante el Señor, sino que por pura gracia se le concedió.
            Tentaciones y encuentros. Mentiras y miradas. La insidia que nos separa del Señor, nos enfrenta al hermano y nos parte por dentro, y la gracia que nos devuelve la condición de hijos ante Dios, de hermanos ante los demás, y de serena integridad con nosotros mismos. En el Jericó de nuestra vida, esto nos sigue pasando, y vemos con asombro que incluso el desierto calcinado se puede transformar en vergel y en flor.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Qumrám-Jericó, 10 julio de 2012
En Qumrám

Atardece en Jerusalén

Contemplando Jerusalén

Celebrando la Eucaristía en Jericó