lunes, 9 de julio de 2012

Aguas bienaventuradas


En el lago Tiberíades


            Lo hemos escuchado un sinfín de veces. Es tal vez uno de los textos más entrañables y provocativos del Evangelio de Jesús: sus Bienaventuranzas. A ese monte nos dirigimos temprano. Íbamos sorteando las orillas del Lago de Tiberíades, y poco a poco tomábamos altura. Un color plateado por la bruma del calor, hacía de sus aguas un verdadero espejo en donde se reflejaba tal vez el sueño tenaz de Dios como alternativa a nuestras tercas pesadillas.
            Llegamos los primeros al Santuario. Todo respiraba un ambiente de paz, de luz vivísima. parecía que nuestra peregrinación acudía en el mismo sitio a una cita con el Maestro que quería enseñarnos esa lección de vida que nunca terminamos de aprender.
            Salimos hacia el lugar asignado, en un pequeño anfiteatro que mira hacia el Lago inmenso entre un diminuto boscaje que alivia con su sombra los sofocos del hermano sol. Nos avisan que quieren incorporarse un grupo de mejicanos (una treintena) que andan por estos parajes bíblicos y vienen sin sacerdote (¡!). Les acogimos de mil amores. Méjico lindo y querido se hizo hueco en medio de nuestra Asturias Patria querida. Y comenzó la Santa Misa.
            A todos nos sonaron como un grito las palabras del Evangelio. No un grito grosero y vacío. Era el grito de la vida que te guiña con indómita inocencia y te vuelve a proponer algo que siendo antiquísimo sabe siempre a nuevo. Bienaventurados… bienaventurados. ¡Cómo suenan esas palabras en aquella ladera frente a Lago de Tiberíades! Uno va con sus malaventuranzas a cuestas, tantas de esas cosas que a diario te arañan acorralándote con calculada violencia dejándote triste sin saber por qué, o imponiéndote su ceguera para no ver la puerta de salida. Bienaventurados los que lloran, los que sufren, los pobres, los perseguidos… ¡qué extraña revolución esa de Jesús, que llama dicha bienhadada lo que el mundo denomina malhadada maldición! Las Bienaventuranzas de Jesús no son una invitación a la resignación, esa actitud que no es cristiana. Más bien, la rebelión que Él nos propone pasa por un cambio radical: mirar las cosas de otra manera, abrazar la vida de modo distinto, pedir prestados los ojos para verlo todo como lo contempla Dios. No siempre está en nuestra mano cambiar las circunstancias, pero la gracia que juntos pedimos en la colina de las Bienaventuranzas, fue precisamente la de una mirada distinta, esa que es fruto de la gracia que ilumina nuestros ojos y nos cambia el corazón.
            La pequeña María Isabel, tan mejicana como linda en su año y medio, huérfana de madre en el trance de nacer, hizo escuchar su infantil “amén” cuando respondía en brazos de su abuela a las oraciones de la Misa. La mirada de los pequeños se parece en su inocencia a los ojos del mismo Dios.
            De allí nos fuimos a las fuentes del río Jordán. Un agua cristalina y fresca que nos permitió evocar y renovar nuestro bautismo. Al igual que el célebre río confidente de Juan Bautista va perdiendo su frescura, su transparencia, su inocencia original según aumenta su caudal, así nosotros en la vida según nos vamos alejando de aquella fecha y momento bautismal. Pedimos la gracia primera, aquella que nos hizo cristianos, hijos de Dios y miembros de su Pueblo, teniendo la humildad de convertir el corazón, pedir perdón de los pecados y volver a empezar. Renunciamos al Maligno y sus insidias y volvimos a profesar la fe de la Iglesia recitando el credo con todos los hermanos. 
            Pero el Lago de Tiberíades, o Mar de Galilea, nos deparaba aún una cita singular: atravesarlo en un barco de madera. Comenzó retozona la travesía y parecíamos jóvenes aventureros del tipo entre el Coronel Tapioca e Indiana Jones, pero llegando a la mitad se pararon los motores. Escuchamos emocionados tres Evangelios “marinos”: la pesca milagrosa, la tempestad calmada y Pedro sobre las aguas. Fueron Evangelios que tenían el mismo escenario: el agua y las montañas que lo rodean. Era Jesús quien nos los proponía de nuevo. Son otras hoy nuestras redes vacías de tantas cosas buenas, también diverso resulta nuestro temporal que nos asusta y amedrenta, y es otro también el desánimo o desconfianza que hace que nos hundamos entre las olas de la vida que hoy son para cada cual tan distintas. Pero dos mil años después, el mismo Maestro con nosotros que somos otros discípulos, nos retaba y nos bendecía. El viento de Dios siempre sopla a favor nuestro, su mar que no es traicionero no pretende destruirnos, y su divina cercanía, discreta y misericordiosa, es capaz de acompañarnos con ternura y paciencia hasta la otra orilla.
           
           
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Cafarnaún, 9 julio de 2012

En la visita a Cafarnaún

Recogiendo agua del río Jordán

Renovando el bautismo, en Cesárea de Filipo

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