En el lago Tiberíades |
Lo hemos
escuchado un sinfín de veces. Es tal vez uno de los textos más entrañables y
provocativos del Evangelio de Jesús: sus Bienaventuranzas. A ese monte nos
dirigimos temprano. Íbamos sorteando las orillas del Lago de Tiberíades, y poco
a poco tomábamos altura. Un color plateado por la bruma del calor, hacía de sus
aguas un verdadero espejo en donde se reflejaba tal vez el sueño tenaz de Dios
como alternativa a nuestras tercas pesadillas.
Llegamos
los primeros al Santuario. Todo respiraba un ambiente de paz, de luz vivísima.
parecía que nuestra peregrinación acudía en el mismo sitio a una cita con el
Maestro que quería enseñarnos esa lección de vida que nunca terminamos de
aprender.
Salimos
hacia el lugar asignado, en un pequeño anfiteatro que mira hacia el Lago
inmenso entre un diminuto boscaje que alivia con su sombra los sofocos del
hermano sol. Nos avisan que quieren incorporarse un grupo de mejicanos (una
treintena) que andan por estos parajes bíblicos y vienen sin sacerdote (¡!).
Les acogimos de mil amores. Méjico lindo y querido se hizo hueco en medio de
nuestra Asturias Patria querida. Y comenzó la Santa Misa.
A todos nos
sonaron como un grito las palabras del Evangelio. No un grito grosero y vacío.
Era el grito de la vida que te guiña con indómita inocencia y te vuelve a
proponer algo que siendo antiquísimo sabe siempre a nuevo. Bienaventurados…
bienaventurados. ¡Cómo suenan esas palabras en aquella ladera frente a Lago de
Tiberíades! Uno va con sus malaventuranzas a cuestas, tantas de esas cosas que
a diario te arañan acorralándote con calculada violencia dejándote triste sin
saber por qué, o imponiéndote su ceguera para no ver la puerta de salida.
Bienaventurados los que lloran, los que sufren, los pobres, los perseguidos…
¡qué extraña revolución esa de Jesús, que llama dicha bienhadada lo que el
mundo denomina malhadada maldición! Las Bienaventuranzas de Jesús no son una
invitación a la resignación, esa actitud que no es cristiana. Más bien, la
rebelión que Él nos propone pasa por un cambio radical: mirar las cosas de otra
manera, abrazar la vida de modo distinto, pedir prestados los ojos para verlo
todo como lo contempla Dios. No siempre está en nuestra mano cambiar las
circunstancias, pero la gracia que juntos pedimos en la colina de las
Bienaventuranzas, fue precisamente la de una mirada distinta, esa que es fruto
de la gracia que ilumina nuestros ojos y nos cambia el corazón.
La pequeña
María Isabel, tan mejicana como linda en su año y medio, huérfana de madre en
el trance de nacer, hizo escuchar su infantil “amén” cuando respondía en brazos
de su abuela a las oraciones de la Misa. La mirada de los pequeños se parece en
su inocencia a los ojos del mismo Dios.
De allí nos
fuimos a las fuentes del río Jordán. Un agua cristalina y fresca que nos
permitió evocar y renovar nuestro bautismo. Al igual que el célebre río
confidente de Juan Bautista va perdiendo su frescura, su transparencia, su
inocencia original según aumenta su caudal, así nosotros en la vida según nos
vamos alejando de aquella fecha y momento bautismal. Pedimos la gracia primera,
aquella que nos hizo cristianos, hijos de Dios y miembros de su Pueblo,
teniendo la humildad de convertir el corazón, pedir perdón de los pecados y
volver a empezar. Renunciamos al Maligno y sus insidias y volvimos a profesar
la fe de la Iglesia recitando el credo con todos los hermanos.
Pero el
Lago de Tiberíades, o Mar de Galilea, nos deparaba aún una cita singular:
atravesarlo en un barco de madera. Comenzó retozona la travesía y parecíamos
jóvenes aventureros del tipo entre el Coronel Tapioca e Indiana Jones, pero
llegando a la mitad se pararon los motores. Escuchamos emocionados tres
Evangelios “marinos”: la pesca milagrosa, la tempestad calmada y Pedro sobre
las aguas. Fueron Evangelios que tenían el mismo escenario: el agua y las
montañas que lo rodean. Era Jesús quien nos los proponía de nuevo. Son otras
hoy nuestras redes vacías de tantas cosas buenas, también diverso resulta
nuestro temporal que nos asusta y amedrenta, y es otro también el desánimo o
desconfianza que hace que nos hundamos entre las olas de la vida que hoy son para
cada cual tan distintas. Pero dos mil años después, el mismo Maestro con
nosotros que somos otros discípulos, nos retaba y nos bendecía. El viento de
Dios siempre sopla a favor nuestro, su mar que no es traicionero no pretende
destruirnos, y su divina cercanía, discreta y misericordiosa, es capaz de
acompañarnos con ternura y paciencia hasta la otra orilla.
+ Fr. Jesús Sanz
Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Cafarnaún, 9 julio de
2012
En la visita a Cafarnaún |
Recogiendo agua del río Jordán |
Renovando el bautismo, en Cesárea de Filipo |
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