domingo, 8 de julio de 2012

Miriam, una dulce y tierna compañía

Un momento de la renovación de las promesas matrimoniales, en Caná de Galilea
           Amanecía el domingo sobre el mar de Galilea. Todo era calmo y luminoso en esta tierra de sol madrugador. Era una jornada dedicada a María, porque ella fue el comienzo del testamento cristiano, y en su sí nos reconocemos cuando a cada uno se nos pide responder en positivo abrazando aquello para lo que fuimos hechos por Dios.
            El primer rincón mariano fue el santuario Stella Maris, en el monte Carmelo tan lleno de remembranzas proféticas. Desde su altozano majestuoso se divisaba Haifa y su inmenso puerto a nuestros pies. Todo el Marenostrum, el Mediterráneo, nos chistaba como hiciera con aquellos primeros cristianos que desde allí embarcaban hasta nuestros finisterrae diversos para contar el Evangelio que Jesús les confió a sus discípulos misioneros. Una breve oración, y la bendición y entrega de los escapularios que para la ocasión nos habían regalado las Carmelitas Descalzas de Gijón. Este pequeño colgante de tela e hilo, semeja a un manto carmelitano en sus dos trocitos. Viene a ser el gesto materno de toda madre: arropar a sus hijos, cubrirlos en todas sus intemperies, protegerlos en tantos desafíos. Y así lo pedimos a la Virgen al ponernos el escapulario.
            Caná nos esperaba como una fiesta de bodas. Eran 23 los matrimonios que de toda la peregrinación fueron a renovar sus promesas. Me tocó el corazón verles con sus 20, 25, 30, 40 años o más contando su convivencia en el amor. La historia ha ido escribiendo lo que aguardaba con fecha y suceso cuanto siguió a una declaración amorosa dicha delante de Dios Amor: “te amo, prometo serte fiel en la salud, en la enfermedad, en las alegrías, en las penas, todos los días de mi vida”. Cada gesto de amor, cada decisión de fidelidad nuevamente prometida, ha ido tejiendo una trama única que ha llenado de gozos y brindis, o que ha vertido lágrimas y sollozos, tanto con salud impecable, como con la enfermedad que nos arruga en sus antojos. Y se dijeron sí, en este bendito lugar de aquellas bodas. Faltó el vino, y María hizo lo que tenía que hacer: ir a Jesús e invitar a hacer lo que Él decía. El vino del enamoramiento puede acabarse, el vino del amor jamás. Con ese brindamos por la fidelidad y felicidad de estos matrimonios. Sin nervios ni atuendos, las “novias” estaban guapísimas. Los “novios” gozosamente resignados.
            Terminamos en Nazareth. Una casa cualquiera, una joven doncella, un modo con el que Dios cambió de método y de escena. No Jerusalén, no en el Templo, no con el sacerdote de turno. Un hogar desconocido, en una aldea sin mapa, a una jovencita. Miriam y Gabriel, cara a cara. El mensajero traía la propuesta: alégrate, no temas, mira a tu prima Isabel. Como tres trazos de una primera biografía cristiana: Dios cumple en ti aquello para lo que te hizo, alégrate; no te asuste la desproporción, los imposibles tuyos no lo son para tu Dios; déjate acompañar por los hermanos, y como Isabel aprende a fiarte de Dios. En aquel rincón nazaretano, en aquellas callejuelas que aún huelen a madera y a taller, pedimos juntos decir nuestro sí al Señor, y vivir cada día haciendo con Dios sencillamente lo que tenemos que hacer.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Nazareth, 8 julio de 2012

Celebrando la Eucaristía, en Nazaret

En el Santuario de la Virgen del Carmen, en el Monte Carmelo

Lugar de la Anunciación. Nazaret

En el monte Carmelo, con algunos de los 135 peregrinos asturianos 


Pablo Morí entona, en la Basílica de la Anunciación de Nazaret, el himno a la Santina


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