Un momento de la renovación de las promesas matrimoniales, en Caná de Galilea |
Amanecía el
domingo sobre el mar de Galilea. Todo era calmo y luminoso en esta tierra de
sol madrugador. Era una jornada dedicada a María, porque ella fue el comienzo
del testamento cristiano, y en su sí nos reconocemos cuando a cada uno se nos
pide responder en positivo abrazando aquello para lo que fuimos hechos por
Dios.
El primer
rincón mariano fue el santuario Stella Maris, en el monte Carmelo tan lleno de
remembranzas proféticas. Desde su altozano majestuoso se divisaba Haifa y su
inmenso puerto a nuestros pies. Todo el Marenostrum,
el Mediterráneo, nos chistaba como hiciera con aquellos primeros cristianos que
desde allí embarcaban hasta nuestros finisterrae
diversos para contar el Evangelio que Jesús les confió a sus discípulos
misioneros. Una breve oración, y la bendición y entrega de los escapularios que
para la ocasión nos habían regalado las Carmelitas Descalzas de Gijón. Este
pequeño colgante de tela e hilo, semeja a un manto carmelitano en sus dos
trocitos. Viene a ser el gesto materno de toda madre: arropar a sus hijos,
cubrirlos en todas sus intemperies, protegerlos en tantos desafíos. Y así lo
pedimos a la Virgen al ponernos el escapulario.
Caná nos
esperaba como una fiesta de bodas. Eran 23 los matrimonios que de toda la
peregrinación fueron a renovar sus promesas. Me tocó el corazón verles con sus
20, 25, 30, 40 años o más contando su convivencia en el amor. La historia ha
ido escribiendo lo que aguardaba con fecha y suceso cuanto siguió a una
declaración amorosa dicha delante de Dios Amor: “te amo, prometo serte fiel en
la salud, en la enfermedad, en las alegrías, en las penas, todos los días de mi
vida”. Cada gesto de amor, cada decisión de fidelidad nuevamente prometida, ha
ido tejiendo una trama única que ha llenado de gozos y brindis, o que ha vertido
lágrimas y sollozos, tanto con salud impecable, como con la enfermedad que nos
arruga en sus antojos. Y se dijeron sí, en este bendito lugar de aquellas
bodas. Faltó el vino, y María hizo lo que tenía que hacer: ir a Jesús e invitar
a hacer lo que Él decía. El vino del enamoramiento puede acabarse, el vino del
amor jamás. Con ese brindamos por la fidelidad y felicidad de estos matrimonios.
Sin nervios ni atuendos, las “novias” estaban guapísimas. Los “novios”
gozosamente resignados.
Terminamos
en Nazareth. Una casa cualquiera, una joven doncella, un modo con el que Dios
cambió de método y de escena. No Jerusalén, no en el Templo, no con el
sacerdote de turno. Un hogar desconocido, en una aldea sin mapa, a una
jovencita. Miriam y Gabriel, cara a cara. El mensajero traía la propuesta:
alégrate, no temas, mira a tu prima Isabel. Como tres trazos de una primera
biografía cristiana: Dios cumple en ti aquello para lo que te hizo, alégrate;
no te asuste la desproporción, los imposibles tuyos no lo son para tu Dios;
déjate acompañar por los hermanos, y como Isabel aprende a fiarte de Dios. En
aquel rincón nazaretano, en aquellas callejuelas que aún huelen a madera y a
taller, pedimos juntos decir nuestro sí al Señor, y vivir cada día haciendo con
Dios sencillamente lo que tenemos que hacer.
+ Fr. Jesús Sanz
Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Nazareth, 8 julio de
2012
Celebrando la Eucaristía, en Nazaret |
En el Santuario de la Virgen del Carmen, en el Monte Carmelo |
Lugar de la Anunciación. Nazaret |
En el monte Carmelo, con algunos de los 135 peregrinos asturianos |
Pablo Morí entona, en la Basílica de la Anunciación de Nazaret, el himno a la Santina |
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