domingo, 14 de julio de 2013

Última entrada de la Peregrinación a Tierra Santa 2013



Mons. Jesús Sanz bendice, al finalizar la Eucaristía, a los fieles que peregrinaron a Tierra Santa y los objetos religiosos

Lo dijimos cuando empezamos la peregrinación hace una semana: no pongamos precio a estos días, no pasemos facturas interesadas al Señor como pago del gesto de peregrinar a la Tierra Santa de su Hijo. Y proponíamos más bien dejarnos sorprender por Él, siempre rico en recursos. Concluye este puñado de fechas y toca reemprender vuelo a nuestra vida cotidiana.

            Hablábamos de nostalgia por todo lo vivido que tan rápidamente se ha acabado, pero corregíamos diciendo algo distinto: no se trata de la melancolía que nos ata a lo que vino e irremediablemente pasó, porque cuando tratamos de modo inútil e imposible de aferrar el tiempo que fluye y fluye, entonces nos hacemos rehenes de un lugar, de un tiempo que no dependen ya de nosotros ni está en nuestras manos. La nostalgia, por el contrario, puede tener una proyección de presente y de futuro, a la luz de cuanto se nos ha concedido con certeza en el inmediato pasado.

  Hace unos años vi una película en la que se hablaba de la nostalgia. El diálogo entre dos mujeres maltratadas por la prostitución, le llevaba a comentar a una de ellas que no podía tener nostalgia, porque en la vida había sido burlada, abusada, engañada, y que no había nada que fuera digno de ser recordado ante tanta impostura mentirosa y destructiva. Pero la otra añadió algo realmente hermoso. Así decía: «Es rara, ¿no? la nostalgia. Porque tener nostalgia en sí no es malo. Eso es que te han pasado cosas buenas y las echas de menos. Yo, por ejemplo, no tengo nostalgia de nada, porque nunca me ha pasado nada de bueno como para echarlo de menos. ¿Se podrá tener nostalgia de algo que aún no te ha pasado?» [“Princesas” de Fernando León (2005)]. Esta era la pregunta que describe la posibilidad de no vivir del recuerdo, sino de aprender de él mientras encaramos el presente cotidiano y nos abrimos al futuro que está todavía por llegar.

Pero este es el nombre de la esperanza cristiana: tener nostalgia de lo que aún no ha sucedido, pero que Alguien nos ha prometido. Por este motivo, la esperanza cristiana no vive simplemente asomada expectante al futuro que se nos dará, sino que también sabe recordar agradecida el pasado que nos fundamenta, mientras reconoce con pasión el presente en el que el Señor de tantos modos se nos muestra. Porque para nacer de nuevo, es necesario haber nacido alguna vez. ¿Qué esperanza viva nos permite volver a nacer si todavía no hemos alumbrado la palabra y la gracia para la que nacimos? Tenemos una nostalgia buena, de que termine sucediéndonos lo que Dios nos ha prometido. La esperanza cristiana llena de sentido no sólo este final de una peregrinación a la Tierra de Jesús, sino que permite celebrar cada instante henchido de esa conjugación salvífica en sus tres tiempos verbales respecto de la memoria que en estos días hemos hecho del Señor, de María y los Apóstoles: esperamos al que volverá, recordamos al que vino, mientras reconocemos al que entre nosotros está.

Esto es lo que impide que caigamos en cualquier aburrimiento cínico, que es la señal de que por evitar la sana mala conciencia que nos recuerda nuestra conversión pendiente, nos engaña con la falsa resignación. Una vida aburrida es una vida que pacta con el sinsentido para el que no nació y deja de desear, deja de necesitar tener necesidades, deja de preguntarse y de buscar. Sencillamente se resigna aburridamente a un paisaje ajeno a la vocación primera y por eso alienante. Uno de los indicios de decadencia que suele asolar a una generación, es el aburrimiento: quedarse sin fuelle, sin aire y sin nada que soplar. Es entonces cuando se arrastra la vida cada vez con menos garbo, cada día más cansinos en un insoportable ni fu ni fa.

Ya lo decían aquellos jóvenes contestatarios del famoso 1968 cuando en una de las más célebres pintadas en las paredes de la Sorbona de París dejaron escrito para la posteridad: “nos habéis llenado el estómago, pero no nos habéis dado razones para vivir”. Siempre me conmovieron esas palabras tremendas que ponían su dedo acusador sobre aquellos adultos de las guerras frías, de los ten-con-ten, de los enjuagues amañados, de los paripés y la bobería.

La vida tenía escrita en su adentro otra exigencia que gritaba por todos los poros, y que se sentía burlada por algo que de nada servía. Tener el estómago lleno, es decir, tener una distracción que te entretiene y te atonta un rato mientras dura la rifa o la tarifa, es algo triste que te deja cada vez más vacío, hasta robarte la esperanza y la sonrisa.            

Estábamos en Emaús, en ese punto de fuga de dos discípulos que no acertaron a agradecer el pasado que habían vivido inmediatamente con el Maestro, no lograron comprender el presente que les desbarató sus expectativas, y se escapaban hacia un futuro incierto llenos de enfado y de indignación incontenida. Era sugerente poder celebrar en ese lugar, en medio de unas ruinas del monasterio medieval la Eucaristía. Nosotros también nos alejábamos de Jerusalén, pero por otro motivo. No era el desdén, ni tampoco la insidia, ni la frustración más resentida. Nos íbamos de Jerusalén porque Jerusalén está en cada esquina, en donde se nos hace presente el resucitado como ayuda impagable para nuestro testimonio cristiano. La aparición de Jesús resucitado a los dos discípulos de Emaús (Lc 24, 13ss) que escuchamos en el Evangelio, es una preciosa descripción de nuestra espera que se hace esperanza. Ahí está toda esta meditación, con su música y letra, en la aventura de este camino.

            En primer lugar, el escepticismo de una fuga que empujaba a aquellos dos discípulos hacia su casa no encendida, hacia la rutina en la que volver a ser náufragos de sus cosas cotidianas. Es el refugio último (o benévolamente penúltimo) de quien de este modo sigue viviendo aunque se suicida. Es volver a cuanto se puede contar-pesar-medir para no escuchar la indómita espera ni la rebelde nostalgia que reclama el corazón. Así, aquellos dos errantes nómadas, se escapaban a su Emaús habitual. ¿Cómo se llama mi Emaús? ¿Cuál es su escondrijo, su trampa, su impostura, su atractivo?

            Pero adviene la sorpresa en el texto y en la misma vida de algo, de Alguien, que discretamente acontece. No fuerza, no provoca impunemente, no se esconde tras la curva para un asalto bandolero o cobarde. Sencillamente… nos alcanza. Y como quien comparte la fatiga del sudor mientras se anda, saca su mejor pañuelo como piadosa hizo la Verónica, para secarnos el escalofrío de nuestro susto, fuga y desvarío. Como lo sabe hacer el médico divino, lo hace sin puniciones humilladoras, sino con paciencia, con verdad, con el mejor acierto. Decirnos evangélicamente su Verdad… sin encarnizarse restregándonos nuestras mentiras. Y aunque nos diga que somos lentos y torpes, que eso fue lo que les dijo, se fue colando en esa fuga para hablar sin palabras a dos pródigos de la casa del padre, casa verdaderamente encendida.

            Así llegó el milagro sin cita previa, más que la que estaba escrita en el libro de la Vida, por la que de modo gratuito e inmerecido, de pronto reconocen en el viajero del camino a alguien más que un sencillo y fortuito viandante: se trataba de un extraño pero inequívoco amigo. Como se hace con los tales, se abre la casa, se invita a pasar, y a compartir la cena y el afán, porque el día estaba ya de caída. Así fue como se preparó un nuevo comienzo que tenía la traza inconfundible del paso del Señor: dejar en los ojos la luz más clara y el corazón en llamas. No, no lo pudieron remediar: se les fue ese amigo, pero dejó en ellos las cicatrices resucitadas de haber encendido en sus corazones el hogar y de haber puesto en sus ojos el verdadero horizonte.

            Con este trance y con estas trazas, volvieron sus pasos atrás para poder llevar su vida adelante. Regresaron a Jerusalén, buscaron a los hermanos, y les contaron con detalle lo que en el camino les había sucedido. Ellos tenían nostalgia de eso que no había llegado todavía, pero de modo gratuito se les regaló a la hora convenida por la misericordia del Señor. Todo un programa de conversión verdadera, de vuelta a empezar, de poner nombre a la nostalgia y a la espera, y de reconocerla en el rostro del Señor y en su voz cercana, que se nos brindan como compañía vocacional para que podamos llegar al destino.

            Ahora nos aguarda nuestro hogar, nuestra familia, nuestros amigos. Ahí están, tal vez en el mismo sitio, los problemas, los disgustos y los desafíos. Pero nosotros hemos podido comprobar en una historia y en una geografía en la Tierra Santa que pisaron los pies de Jesús, de María y los Apóstoles, que nuestra nostalgia no es una quimera, sino la esperanza cierta de algo que ya ha sucedido, que sucede y que sucederá. El viaje a Tierra Santa sigue por doquier cada día.

 

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Emaús, 13 julio de 2013

 



 

 


 

 

 
 
 

sábado, 13 de julio de 2013

Visitantes visitados: Ain Karem

Sor Teresa Yago, religiosa comboniana en Betania (Israel) habla a los peregrinos sobre su labor en Tierra Santa

Estamos casi concluyendo nuestra peregrinación a Tierra Santa. Y dejamos casi para el final una visita especial mirando a aquella mujer por cuyo sí comenzó esta historia sagrada, una historia llena de humanidad que Dios mismo quiso llenar de su divina presencia.
            Si comenzamos nuestro periplo por Nazaret, allí nos volvemos para este final punto de partida. Porque en la casita de Nazaret tuvo lugar la visita del arcángel Gabriel a María recabando de ella el sí de su fe, la adhesión de su confianza a lo que Dios le proponía. Y ella no dudó en aceptar que lo imposible a sus fuerzas era posible para la gracia de quien la llamaba. Porque ella no dudó de la palabra que Dios le proponía, sino que dudó de su propia capacidad de respuesta. Y esta fue la diferencia entre ella y Zacarías, el padre de Juan Bautista. Este anciano sacerdote dudó del mismo Dios y quedó mudo durante un tiempo. María dudó sólo de sí misma, y la Palabra se hizo tienda en el seno de su morada.
            Pero en este tira y afloja, en este vaivén de creyentes, tiene lugar una indicación que marcará la actitud de la Virgen María. A ella se le dijo: mira tu prima Isabel, la que llamaban estéril, que está ya de seis meses. Porque para Dios nada hay imposible. Esta era la prueba sencilla y sublime a la vez: poder mirar a alguien en quien ese milagro de la posibilidad de Dios que se adentra en la imposibilidad humana para transformarla en lo que ni siquiera imaginamos. Y así hizo María: ir hasta su prima Isabel.
            Tomaría una caravana para poder recorrer con ella los aproximadamente ciento veinte kilómetros que separaban Nazaret de Ain Karem. Posiblemente esa caravana recorrería el camino del desierto de Judá evitando así el otro camino más corto que atravesaba o bordeaba Samaria. Y ahí tenemos a una casi niña milagrosamente grávida, gestante de un sorprendente don que sin conocer varón la constituyó en primeriza mamá.
            Fue larga aquella procesión del Corpus, la primera de la historia cristiana, cuando una joven mujer fue la más limpia y bella custodia que paseaba a Jesús en el seno virginal de su confianza creyente. Aldeas, ciudades, frondas fértiles y desiertos sofocantes; llanuras llevaderas, pendientes cansinas cuando se suben o precipitantes cuando se bajan; así fue, entre sudores acalorados, pensamientos entrecruzados, esperanzas mantenidas, aquella procesión del Cuerpo del Señor en el cuerpo virgen de su madre. Como cuando Él no deja de pasar en quienes le comulgamos en la Eucaristía, por los entresijos de nuestros dolores, de nuestros amores, de nuestros ensueños y nuestras pesadillas. Lo imposible… que se hace posible.
            Pienso en las cosas imposibles para nosotros, y no me refiero al regalo de engendrar, sino a tantas cosas cotidianas que nos restriegan impunes nuestra pequeñez, nuestra vulnerabilidad, como si una fuerza malhadada de inconfesables pretensiones, nos tuvieran al albur de sus intereses. En estos días son los datos que más nos acorralan, nos asustan y nos enfrentan: índice de paro, prima de riesgo, medidas a tomar. Habría que poner nombre, fecha y domicilio a las cosas que nos parecen imposibles. Porque la esperanza cristiana coincide precisamente no con el cálculo de nuestra medida capaz de hacer cosas, de enmendarlas, de proponerlas y compartirlas, sino con el don que pedimos a quien nos lo puede dar, y con la espera de que eso nos llegue algún día.
            Evidentemente, no me estoy refiriendo con esa esperanza a que Dios se ponga en faena de político, de gobernante, de empresario, de líder sindical, de sabihondo con caché, y menos aún de fuerza multinacional, para que interviniendo Él nos arregle nuestras cuentas y nuestras cuitas. No, no es esta la esperanza cristiana. Tantas veces, las más importantes, ese don que pedimos al Señor está en nosotros, ya se nos había dado, pero nosotros no lo sabíamos o no queríamos enterarnos, o vivíamos mal lo que para el servicio de los demás y la gloria de Dios se nos había regalado. Entonces la gracia de Dios consiste en que nos despierta, nos abre los ojos, nos pone a trabajar con otros, para decirnos que este mundo nuestro terrible y maravilloso a la vez, en una herencia tan hermosa como inacabada que pone en nuestras manos, es un don que se hace tarea en la que podemos amasar un mundo posible.
            En medio del caos de destrucción y mentira con que el hombre se empeña en ir contra el sueño mejor imponiéndose sus peores pesadillas, no por ello deja de tener nostalgia de algo distinto, nostalgia de que acontezca lo verdadero, nostalgia de que finalmente suceda lo que todavía no ha sucedido. Es una paradoja, pero no por ello es quimera irreal o escape fugitivo: tener nostalgia de algo que esperamos que suceda, no de algo antaño sucedido. Una discreta presencia la de Dios, que siempre nos acompaña pero que nunca nos suple, por respeto a nuestra libertad, como una presencia que se nos propone sin imponérsenos jamás. Pero la realidad por dura que sea, no es capaz de apagar esa nostalgia de lo mejor, por más que lo pinten así quienes pintan su negrura y su violencia.
            El relato evangélico de la visitación de María a Isabel habla de un gesto hermoso, que es el que solemos asignar al encuentro con la gente que queremos de veras. La exclamación de Isabel ante la llegada de María es una reflexión sobre las relaciones humanas: “¿quién soy yo para que me visite la Madre de mi Señor? Apenas me llegó tu saludo ha saltado de alegría la criatura que llevo en mis entrañas” (Lc 1, 44).
            Y es aquí donde se abre toda una indicación para cada uno: allegarnos al otro, a ese próximo prójimo que la vida y la Providencia pone a nuestro lado, para acercarle no nuestro enojo indignado, no nuestras pretensiones interesadas, sino a Dios que nos habita o al menos debería habitarnos por la gracia. Y cuando esto sucede, ocurre lo que nos dice Lucas que sucedió en Isabel al ser visitada por María: que la criatura que llevaba en su seno saltó de alegría. Toda una reminiscencia de lo que decían los salmos y los profetas hablando de esta Tierra bendita al ser visitada por el mismo Dios: que salten de alegría las colinas y collados, los ríos y las cascadas, porque llega el Señor que quiere habitar en medio de su pueblo.
            Entonces aquella otra madre de otro milagro, la anciana Isabel, exclamó la razón más bienaventurada: dichosa tú porque has creído que lo que te ha dicho el Señor se cumplirá. Esta es la razón, sí, el santo y seña de este encuentro precioso. Que María se creyó lo que Dios le decía, que María tuvo fe en Dios y por eso sería bienaventurada: por acoger la Palabra de Dios y cumplirla en la vida. Todo un programa para nosotros en este año de la fe.
            Los sacerdotes habíamos renovado nuestras promesas sacerdotales la víspera, junto al Cenáculo. Y allí nos pusimos de nuevo a disposición del Señor que nos llamó y de la Iglesia que en su nombre nos envía.
            Y terminamos el día con una visita también querida y especial: la Hna. Teresa Yago, misionera comboniana. Nos contó la historia actual de los cristianos que viven aquí en la Tierra Santa. No sólo cuidan los santuarios y acogen a los peregrinos, no sólo tratan de dialogar con otros cristianos y otros creyentes de religiones distintas, sino que también propician levantar la ciudad desde la civilización del amor que el cristianismo propone mirando a su Señor y realizando su evangelio de la más bella buena noticia. La cultura, la educación, la promoción social integral, la apuesta por la paz… son las felices derivas de quienes siguen las huellas de Jesús, de María y los Apóstoles en esta Tierra que tiene historia y tiene geografía.
            Fuimos visitados por María, fuimos visitados también por esta querida religiosa. Una gracia que se hace canto de alabanza en el más sincero magníficat, cuando Dios vuelve a mirar nuestra pequeñez en donde toda su grandeza ha tenido cabida.


+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Jerusalén, 12 julio de 2013


Subiendo a la Iglesia de la Visitación, en Ain Karem

Misa en la Iglesia de la Visitación

Don Jesús celebra la Eucaristía, en la Iglesia de la Visitación

Ante la Iglesia de la Natividad de San Juan Bautista

Ante el Benedictus en Aim Karem

Un grupo de peregrinos diocesanos venera el lugar del nacimiento de San Juan Bautista

viernes, 12 de julio de 2013

La almazara de Dios: Getsemaní


Los peregrinos diocesanos, frente al Santo Sepulcro, en Jerusalén


Anoche nos fuimos tarde a dormir. Había jaleo en las calles de Jerusalén estando como estamos en pleno ramadán musulmán y se nos advirtió que no eran horas para salir a partir de las ocho de la noche. Pero fuimos prácticamente todos los peregrinos. La cita valía la pena, y más a esas horas con el día ya tramontado. Nos fuimos a Getsemaní, donde pudimos tener una oración intensa nada menos que en ese bendito lugar tan marcado por agonías, traiciones, prendimientos. Sin duda que fue un privilegio, un regalo del Señor, poder tener allí junto a la roca de la oración del Señor en aquella noche sin dormir para Él, una hora santa. Sí, una hora de adoración ante Jesús Eucaristía en donde oró en solitario dentro de la más absoluta soledad. Jesús terminó esa cena postrera de recuerdos y confidencias, en las que les vino a decir a los suyos más suyos lo que de tantos modos les dijo en aquellos tres años inolvidables. Ya terminó la bendición final de ese encuentro vespertino: las lechugas amargas, el cordero, el vino y el pan. ¿Cómo fue aquella tensa sobremesa entre la mirada penetrante del Maestro y la mirada asustada de los discípulos? ¿Qué lograron adivinar del drama que se avecinaba?
            Noche del primer Jueves Santo de la historia, noche de espera larga. Noche de incertidumbre, de agonías graves, de sueños rendidos, y de traiciones nefastas. Y aquí nosotros, peregrinos de aquello por lo que Jesús nos dio su propia vida, nos encontrábamos en un lugar en donde el tiempo quiere pararse cuando el reloj de la vida palpita agitado en el Corazón de aquel Hijo Dios. En la adoración de la presencia de Jesús, que se hace compañía tan dulce como herida, quisimos estar ese tiempo en oración desvelada porque el Señor nos miró desde su noche más negra invitándonos a no dormir. Y lo hicimos por quien nos quiso salvar abrazando nuestro delirio, nuestro extravío y nuestra mordaza.
            Noche de oración y Hora Santa en Getsemaní, momento de adoración sincera, de gratitud y alabanza, recorriendo en oración lo que en nosotros estaba y para nosotros se daba. Nosotros estábamos allí, con nuestros nombres, nuestra edad, nuestras luces y nuestras trampas. No es asomarnos a un drama ajeno, que nos suscita sólo una lástima prestada, sino que los cinco cuadros que pudimos a contemplar mirando a Jesús en la Eucaristía, son cinco actitudes de nuestra propia vida, donde nuestra atadura y nuestra libertad quedan retratadas.
Tras terminar la cena en el Cenáculo no se dieron un paseo para hacer la digestión. Jesús salió detrás casi de Judas, al que dijo que apresurase aquello que ni el mismo discípulo sabía lo que iba a hacer con tamaña acusación. Jesús regresa a un huerto conocido, como si fuera el jardín primero de la historia en donde la belleza inocente de una creación buena y el pecado presuntuoso de la insidia se dieron cita. Allí buscaba el Señor la palabra de su Padre y la luz de su rostro, como tantos días amaneciendo o cuando la tarde estaba ya en su caída. Pero esta vez el Padre casi no habló, no se dejó apenas ver. Solo Jesús en su dolor, pagando el precio de amor en una factura terrible que marcaba el importe de nuestra felicidad, la pitanza de nuestra salvación.
            La hora que otras veces impidió que prendieran al Señor, o que le despeñaran, ahora había llegado como las campanadas de un amor extremo. Era la antesala inevitable de la gran decisión, una hora interminable. Toda su humanidad, toda su libertad humana, en el trance de experimentar con todo su realismo qué significa dar la vida, de verdad. No bastó lo mucho que hizo y habló. Había que mostrar en una postrera y cruel lección que “nadie tiene más amor que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15,13). Y esta era la gran prueba desmedida de su Amor sin medida. Tú solo, Señor, solo entre el cielo y la tierra, solo junto a quienes ignorantes y abrumados se caían de sueño, solo junto a quienes cegados y manipulados te buscaban como a un malhechor. Tú ante el Padre, en el diálogo más difícil y más humano, hasta sudar sangre. Huerto de oración filial, huerto de besos mentirosos, huerto de cansancio somnoliento. Huerto en el que abrir el primer triduo pascual. ¿Dónde estoy yo en aquel huerto?
            Jesús llevó consigo a los tres discípulos más íntimos. Juan, Santiago y Pedro. Como en el monte Tabor, cuando vieron todo el resplandor de Dios, ahora le verán a oscuras y hundido. Sudor de sangre en la presión del dolor más indebido. La respuesta de aquellos tres discípulos fue sin más el bostezo y un quedarse dormidos. Señor, perdona nuestra pobre mediocridad durmiente, cansina y lenta, que hacer estar ausentes cuando más presentes deberíamos estar.
            Tras el prendimiento Pedro Se escabulló entre aquellos olivos con todo su miedo, pero el amor le llevó hasta aquel patio cualquiera siguiendo los pasos de Cristo movido por el amor. Esa mezcla de miedo y de amor es lo que hace que Pedro fuera aquella noche el más confundido, el más destrozado de cuantos acompañaron en aquellos años al Señor.
            Pedro fue el que más lejos llegó buscando a su prisionero Maestro. Pero, a su manera, también Pedro entregó a Jesús. Su beso traicionero tuvo forma de negación tres veces repetida: “no le conozco”, insistió. Queda atrás el Pedro que hablaba según el Padre le sugería (Mt 16,26-27), el Pedro que estaba dispuesto a seguir a Jesús hasta donde hiciera falta (Jn 14,31), el Pedro de las intimidades transfiguradas (Lc 9,28-36), el Pedro valentón que corta orejas al que con malas intenciones viene a su Maestro (Jn 18,10). Ahora Cefas ha vuelto a ser un vulgar Simón, porque ya no es piedra ni para sostenerse a sí mismo. Y sin embargo, a la postre, todo ha sido una impresionante lección ya anunciada por su Señor: “antes de que el gallo cante dos veces, tú me habrás negado tres” (Mc 14,30). Y aquel gallo… cantó.
            Señor, esta es la contradicción nuestra de cada día. Somos sinceros cuando hablamos Contigo, y queremos amarte de verdad. Pero también somos nosotros cuando asustados por tantos qué dirán, maquillamos nuestra fe, nuestra identidad cristiana, por lo que pueda pasar: “no le conocemos” también nosotros decimos. Y como Pedro, en torno a la fogata común de cualquier patio de este mundo, oímos el gallo y rompemos a llorar. Las lágrimas que nos reconcilian con nuestra pequeñez y nos preparan para acoger humildemente tu don.
            El interés de su mirada que buscaba a Jesús, la curiosidad que le llevaba a preguntar a unos y a otros con un disimulo imposible de disimular, le hicieron de pronto sospechoso: "Tú eres de los suyos", le dijeron. Y el negó y negó, hasta que un gallo cantó para evidenciar esta vez no la alborada de un nuevo día, sino la noche más negra, la oscuridad más espesa. El llanto lavó su humanidad pobre y herida, junto a una fogata común en un patio cualquiera.
            Sí, Pedro te negó Señor, como tantas veces nosotros cada vez que en nuestros patios cotidianos nos señalan como cristianos en la batalla de la vida, de la verdad, de la libertad y del amor. Y nosotros nos escabullimos entre los miedos que sentimos y los latires del sincero amor que te tenemos. Al final, como Pedro más tarde, sin gallos mañaneros, Tú nos sales al encuentro: de mañana, junto a unas brasas, para decirte como podemos lo más verdadero del corazón: que Tú lo sabes todo, que Tú sabes que te queremos. Así hicimos hoy el viacrucis por la Vía Dolorosa. Como siempre, el drama de Jesús será ajeno a los intereses de quienes no le conocen ni saben lo que por ellos también está a punto de sufrir el Maestro. Catorce estaciones como catorce ventanales que dejan que nos asomemos a nuestra misma realidad. Desde el juicio contra Jesús hasta su muerte en la cruz, hemos ido uno tras otro pasando ante ese escenario de la historia del amor más grande jamás contada.
Todos los abandonos, todos los desgarros, las oscuridades y extravíos, las soledades y miedos, estaban en tu grito, Jesús. Ese grito resuena en todos los abandonos de cada uno de tus hermanos, de cada generación. Y en tu abrazo sublime extendido en la cruz, hiciste también tuyas todas las muertes, toda muerte violentada, amordazada, toda muerte segada por terrores antes y después de nacer, toda muerte de cualquier pecado. Dar la vida como Jesús, sin ficción y hasta el final. El sol se enluta como impotente testigo del ocaso de quien tan hasta el extremo amó. Todo se ha cumplido, e inclinando la cabeza, expiró.
Pero no fue la última palabra, por más que fuera duro escuchar esta. Como la noche da paso a la aurora; como el sol reluce tras el llanto de las nubes, y la semilla se hace flor, y la flor sabroso fruto, así Cristo ha entrado en la entraña de la tierra, para salir amanecido. La muerte y todos sus símbolos y sus aliados, no tiene ya la última palabra. Nosotros seguiremos tal vez perplejos, asustados y fugitivos, como los discípulos; o acaso llorosos y desconsolados, como la Magdalena. Siempre así, cuando la muerte, en cualquiera de sus formas, nos acorrala y amenaza. Pero no es la hora del llanto, ni del pánico, ni de la fuga. Jesús resucitará al tercer día, y llenará de sentido todo abandono y toda muerte, haciéndolos encuentro y vida.
            Sábado santo primero de la historia, el de María, Madre creyente, que esperará por última vez que lo imposible sea posible. Y con cantos de aleluya, con Ella veremos que se pueden transformar los desiertos en torrentes, las espadas y las lanzas en arados y podaderas, las lágrimas en sonrisas, los lutos y sayales en trajes de danza y de fiesta.
            Cristo, grano de trigo en la tierra dura y oscura, en el sepulcro de todos los vacíos, resucitará. Y la creación y la historia serán testigos de que aquél sepulcro quedará vacío para siempre. Porque la muerte que en él fue sepultada ha sido vencida, ha sido muerta y en Jesús la vida resucitada. Así hemos vivido este momento determinante de nuestra vida cristiana. Y así hemos vuelto a recitar el Credo, creyendo en la resurrección del Señor como primicia de nuestra resurrección que vendrá en el día en que Jesús vuelva.


+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Jerusalén, 11 julio de 2013

En el Cenáculo, recordando Pentecostés

Peregrinos en el Cenáculo




Un momento del Viacrucis, en Jerusalén

Por la Via Dolorosa

El sacerdote Miguel del Campo porta la cruz, durante el Viacrucis

Leyendo un pasaje de la Pasión

Un momento del Viacrucis

Mons. Jesús Sanz porta la cruz

Eucaristía en la capilla católica del Santo Sepulcro

Eucaristía en el Santo Sepulcro de Jerusalén

Los sacerdotes asistentes a la peregrinación diocesana renuevan sus promesas sacerdotales

Los sacerdotes asistentes a la peregrinación

El sacerdote Constantino Bada, uno de los guías, con peregrinos en la Basílica de Gallicantu

Peregrinos en la Dormición de la Virgen


La Dormición de la Virgen

En el Gólgota

Mons. Jesús Sanz, ora en el Muro de las Lamentaciones de Jerusalén

El sacerdote Miguel del Campo, en el Muro de las Lamentaciones


El arzobispo de Oviedo, ante el Muro de las Lamentaciones





miércoles, 10 de julio de 2013

Es Dios... y se me parece. Navidad in situ


El arzobispo, postrado ante el lugar del nacimiento de Jesús, en Belén


Ya en Jerusalén, tras atravesar ayer por la tarde el desierto de Judá, concluyó nuestra subida a la ciudad santa, siempre resplandeciente en su magia milenaria, en su vocación de paz para la que no encuentra caminos. Ahí estaba ante nuestra mirada vespertina según se iba poniendo el sol. En este día hemos visto varios santuarios pero hay un lugar que se nos impone precisamente por su cita llena de encanto, llena de paz y de Dios: Belén.
            Lo primero que hicimos fue celebrar la santa Misa en las majadas de los pastores. Aunque llegamos muy madrugados, ya había algún grupo polaco celebrando. Nosotros lo hicimos fuera, en la gruta abierta como un improvisado anfiteatro. El sol que ya apuntaba maneras y grados, la brisa que nos acariciaba, y sobre todo la memoria de lo sucedido allí hace dos mil años, despertaron la gratitud más sentida conscientes de nuestra pequeñez para tamaña gracia que jamás mereceremos.
            ¿Cómo habríamos ideado nosotros la salvación de la humanidad si el Padre eterno nos hubiera pedido parecer? ¿Un estratega militar o policiesco, un acaudalado financiero que todo lo subvencionara, un sabio sabelotodo que para todo tuviera ideas y soluciones? Dios tuvo una idea mejor. De las muchas maneras con las que Dios hace las cosas al hablarnos, nos ha querido narrar la historia de nuestra felicidad haciéndose un pequeño bebé para comenzar a contárnosla. Palabra acampada, palabra hecha tienda en medio de nuestras contiendas. El Verbo de Dios que se hace palabra nuestra. Esto es lo que estábamos celebrando todo el grupo de peregrinos asturianos en las majadas de los pastores junto a Belén.
Escogió un niño, haciéndose niño Él. Todo el poder, toda la sabiduría, todo el arcano del eterno Dios, hecho lágrima de bebé, llanto de hambre y frío de un niño divinamente común, al amparo de una mujer joven que consintió ser tan especial madre, de un joven varón que sin conocer a su esposa, se fió de Dios y actuó de amoroso protector de ella y de su pequeño infante. Una historia humana y divina, asombrosamente habitual y misteriosamente única. Es una pregunta que tantas veces me he hecho: ¿cómo sería la mirada de María ante el fruto de su entraña? Todo fue excepcional en aras de la excepcionalidad que revestía el hecho para la historia de la humanidad. Quienes nos hemos asomado mil veces a la cuna de un bebé (privilegio de ser el mayor de seis hermanos) nos hemos hecho un sinfín de preguntas que desde la inocente provocación que tanta belleza y tan inefable bondad nos brindaba con toda su desarmada ternura.
Era joven aquella mujer, casi una niña como primeriza mamá. Tenía en sus brazos a su recién nacido, al que amamantaba, al que acariciaba, al que decía ternuras mientras miraba sus ojitos de bebé. ¿Qué canción cuna le cantaba María a aquel pequeño? Aquel a quien estrechaba contra su pecho, era Dios…  y esto incluso para ella era tremendo.
Hay un poema insólito de alguien que se mete por un instante en esa mirada de materna curiosidad de María ante su pequeño Jesús: Dios verdadero y su hijo verdadero a la vez. La concretez de las observaciones del poema, la agudeza de sus detalles, la delicadeza de sus interrogantes, y la ternura de su osadía, nos permitiría adivinar que se trata de una autora: una mujer, madre tal vez, contemplativa y mística quizás, que con toda la fuerza de su feminidad ha interpretado como nadie esa curiosidad de la mirada de María. Leyendo el poema, escuchando estos versos, nos parecería que estamos ante una mujer dotada de una finísima sensibilidad y una acendradísima fe. Y sin embargo, esta es la sorpresa, se debe a una pluma bien distinta. Escrito el poema en una cárcel, sin ningún tipo de soporte ambiental. Fue durante una Navidad. La autoría se debe nada menos que a Jean Paul Sartre, agnóstico.
Siempre he pensado que este aguerrido existencialista francés, conservó en los pliegues más hermosos de su corazón ese reducto de fe o de apertura al Misterio que le permitió escribir algo tan tierno y tan verdadero. Este poema, le habrá servido de intercesión por parte de María, cuando se haya presentado ante Dios con todas sus carencias. No puedo no pensar que su evidente falta de vino en las bodas de su existencia atribulada, encontraría nuevamente a la Virgen dispuesta a susurrar a Jesús, su Hijo: no tiene vino.
Y este sería el inmerecido pago de la Madre de Dios a su improvisado pintor poeta, que la sorprendió furtivo abismada ante la ternura de Dios. Copio algunos párrafos de esa descripción preciosa que hace Sartre sorprendiendo furtivamente a María contemplando a su pequeño: «Cristo es su hijo, carne de su carne y fruto de su vientre. Lo ha llevado nueve meses en sí misma y le dará el pecho, y su leche se convertirá en la sangre de Dios.
En algunos momentos la tentación es tan fuerte que olvida que es el Hijo de Dios. Lo acurruca en sus brazos y le susurra: ¡pequeño mío! Pero en otros momentos se queda como en suspenso y piensa: Dios está ahí... y le invade una especie de temor religioso ante este Dios mudo, ante este niño que en algún sentido da miedo…
Pero pienso que también existan otros momentos rápidos, fugaces, en los que ella siente que Cristo es su hijo, es su pequeño, y que es al mismo tiempo Dios. Lo mira y piensa: este Dios es mi niño, esta carne es mi carne, está hecho de mí. Tiene mis ojos, y la forma de su boca es como la mía. Se me parece, es Dios y se me parece.
Y ninguna mujer ha tenido la fortuna de tener a Dios sólo para ella. Un Dios pequeñísimo, hasta poder estrecharlo entre los brazos y llenarlo de besos. Un Dios todo calidez, que sonríe, que respira, un Dios que se puede tocar y que ríe».
Un Dios hecho niño que tendrá que aprender nuestra lengua y nuestros gestos para contarnos y cantarnos una Buena Noticia que no caduque, que no dependa de las urnas votadas ni de las bolsas cambiantes. Una Buena Noticia capaz de sembrar esperanza en el nombre de Dios, luz, calor, ternura, paz, amor.
Hay un texto del libro de la Sabiduría que escuchamos al final del Adviento y que volvemos a escuchar el día de la Sagrada Familia: “Cuando un silencio todo lo envolvía y la noche estaba a la mitad de su camino, tu palabra omnipotente, oh Señor, se acampó en una tierra condenada al exterminio” (Sab 18,14-15). Toda la historia de la salvación cabe en estos dos versículos: un silencio y una oscuridad que han sido vencidos, ganados por una palabra acampada que nos ha traído la luz que no conoce ocaso y que nos salva.
  A pocos kilómetros aparentemente todo seguía igual, sin que nada ni nadie hubiera percibido la novedad más novedosa de toda la historia jamás contada y jamás ocurrida. Pero aquello aconteció, tuvo lugar cuando un silencio todo lo envolvía y la noche estaba a la mitad de su carrera. Y aquí y ahora estamos nosotros, testigos de esa noche dos mil años después. Y lo somos en medio de nuestros apagones, de nuestros fríos y nuestro estrés. No sólo vino Dios entonces, sino que viene ahora y después, para poner su luz que nadie puede apagar, su ternura cálida como la gracia, y su paz que llena de sereno sosiego nuestra alma y nuestra agenda.
Como fueron los pastores, sorprendidos en algo tan cotidiano como guardar el ganado con el que se ganan su pan, también a nosotros Dios nos aguarda para invitarnos incesantemente a acudir en adoración ante el divino infante. Y con su Palabra ya crecida, escuchada y guardada en el corazón, salir a las encrucijadas de todos los caminos para comunicar a quien quiera escucharla la más hermosa Buena Noticia.


+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Belén, 10 julio de 2013
Los peregrinos, en Belén
El sacerdote Miguel del Campo venera el lugar del nacimiento de Jesús en Belén
Adoración del Niño Jesús, al finalizar la Santa Misa en el Campo de los Pastores de Belén

Procesión con el Santísimo por el Huerto de los Olivos, en la Hora Santa

El sacerdote Miguel del Campo, ante el Padre Nuestro en asturiano,
en la basílica del Padre Nuestro, en el Monte de los Olivos



Un momento de la Eucaristía, en el Campo de los Pastores de Belén


Adoración del Niño Jesús, en el Campo de los Pastores de Belén
Eucaristía en el Campo de los Pastores, en Belén
Un grupo de peregrinos, ante la basílica de la Natividad, en Belén
Jerusalén, desde el Monte de los Olivos
Un grupo de los peregrinos de nuestra diócesis, al llegar a Jerusalén
En Getsemaní, los peregrinos veneran la roca de la Agonía del Señor