Un momento del viacrucis |
Eran
algo más de las nueve de la mañana. Las calles hervían ya de tráfico y trajín,
y tuvimos que ir sorteando todo tipo de obstáculos en aquellas callejuelas
estrechas por el barrio musulmán tras la Puerta de los Leones. Íbamos al
Calvario, para hacer en plena calle un viacrucis cristiano. Digo bien,
cristiano, porque hasta en esto se puede dar la presunción y petulancia
piadosas. Lo recordé a propósito de una experiencia personal cuando vine por
primera vez a Tierra Santa. Estábamos ansiosos por saber qué calle era la famosa Vía Dolorosa, aquella
que recorrió Jesús un viernes cualquiera hace dos mil años, cargando una cruz
totalmente ajena por causa de unos pecados más ajenos aún.
Así, de pronto unos chavales traían como
se traen unos paraguas tras las primeras gotas, cruces de varios tamaños,
manoseadas por la frivolidad turística que consume lo que sea. Se ofrecían a un
precio de alquiler totalmente módico: Padre, un dólar, un dólar nada más, no se
prive. Alquilar una cruz para hacer el viacrucis con semejante trofeo, esta era
la tentación. He pensado en esa escena muchas veces después. Porque hay otro viacrucis
que no tiene por domicilio Jerusalén, sino donde cada uno habita. La cruz que
se nos carga en los hombros no es de madera, sino la que nos toca abrazar. Esa
cruz cotidiana no se alquila ni por un dólar ni por más: resulta escandalosamente
gratuita aunque paguemos tan alto precio.
Quizás en la Vía Dolorosa de
Jerusalén sea obligado rechazar una cruz burlesca de madera con alquiler de
quita y pon. Pero en el viacrucis de la vida la cruz es tan propia, que tiene
el nombre, la edad y el domicilio de cada cual.
Nosotros en esta ocasión fuimos
presididos por una cruz de madera desnuda, que los peregrinos se iban turnando
verdaderamente conmovidos como cirineos improvisados y agradecidos. No
obstante, el crucificado soy yo, y es Cristo quien me sale al encuentro. La
verdadera cruz no es de madera vacía, sino que constituyen las pruebas que me
ponen a prueba en la vida. Una cruz joven en nuestra mocedad; una cruz adulta
cuando nos hacemos grandes; una cruz anciana al llegar la senectud. Para cada
tramo hay un viacrucis en el que se pone a prueba mi confianza en Dios o mi
resistencia a su gracia.
Pero los diversos personajes que
iban apareciendo, eran vivo retrato de mi temperatura humana y espiritual.
Condenas de tribunales indignos, falsarios que se aprestan a dar falso
testimonio por un perjurio subvencionado, gente que con indiferencia ve pasar a
su redentor sin despeinarse el fijador de sus vanidades, mujeres llorosas que rompen en llanto por la
conmoción presentida; soldados que ponen orden en aquel concierto
desconcertado; cireneos que se prestan a llevar una cruz aliviando al en breve crucificado. Es la escena de nuestra
propia vida, con todo lo que tiene de luz y de profunda oscuridad, que se
encuentra y se mide con el mismo Cristo en la Vía Dolorosa que juntos
compartimos.
Tras la condena, el escarmiento
ejemplar público. Para que todos se enteren que no se puede ir por la vida como
fue Jesús: tratando a Dios como Hijo, a los pecadores con Misericordia, a los
niños, a las mujeres... con ojos limpios y corazón puro. No, no bastaba
condenar a Jesús: había que restregarlo al pueblo durante aquella primera
procesión de la semana santa primera.
Este
escarnio, Jesús, era una cruz que no te perteneció jamás; la que hacía pesada y
oscura la vida de los hombres; la que se agolpaba en todos los absurdos, todos
los sin-sentidos, todos los horrores y todos los errores. Lejos de afrontar
nuestro propio veneno, lo cargamos sobre Ti. La cruz de mis pecados y
falsedades, la cruz de mis manías y endurecimientos, la cruz de mis
resentimientos e intolerancias, la cruz de mis desdichas e infelicidades...
¿sobre qué hombros la cargo? ¿a quién exhibo en mi vía dolorosa? ¿quién paga
mis cuentas y mis platos? Más adelante Jesús tomará
de nuevo esa cruz, y se dejará clavar en ella como quien abraza la muerte para
hacerla resucitar.
Dios
ha sido el primer cirineo de nuestras cruces. Tantas veces Él ha salido a
nuestro encuentro, sin más empujón romano que el empuje del amor. Cruces
grandes y chiquitas, cruces notorias o inconfesables, cruces pasajeras o
persistentes. Para cada una tenía unos brazos preparados Dios. No notamos su
mano amiga, casi invisible de discreta que es. Pero está ahí sosteniéndonos en
vilo en los hilos de la vida. Cuando todos se han ido y nosotros mismos hemos
dicho el último y fatal ¡no!, Cristo sigue todavía esperando, ofreciéndonos su
consuelo, su gracia y su perdón.
Nosotros
seguiremos tal vez perplejos, asustados y fugitivos, como los discípulos; o
acaso llorosos y desconsolados, como la Magdalena. Siempre así, cuando la
muerte, en cualquiera de sus formas, nos acorrala y amenaza. Pero no es la hora
del llanto, ni del pánico, ni de la fuga. Jesús resucitará al tercer día, y
llenará de sentido todo abandono y toda muerte, haciéndolos encuentro y vida.
Cristo, grano de trigo en la tierra
dura y oscura, en el sepulcro de todos los vacíos, resucitará. Y la creación y
la historia serán testigos de que aquél sepulcro quedará vacante para siempre.
Porque la muerte que en él fue sepultada ha sido vencida, ha sido muerta y en
Jesús la vida ha sido resucitada.
+
Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo
de Oviedo
El viacrucis, por la Vía Dolorosa |
Otro momento del viacrucis |
La cruz se iba turnando entre los peregrinos |
Monseñor Jesús Sanz venera la roca del Calvario |
Raquel y Jesús, dos peregrinos, veneran la losa del embalsamamiento del Señor |
En la cisterna de la prisión del Señor |
En el Muro de las Lamentaciones |
Monseñor Jesús Sanz, en el Muro de las Lamentaciones |
¡Que enriqucedora experiencia Monseñor!muchas gracias por compartirla,realmente tuve suerte de encontrarme con su blog y estoy fascinada de leerlo,si DIOS lo permite en septiembre iré para Tierra Santa y esto me dá ánimo para realizar este viaje.Reciba un cariñoso saludo desde Guadalajara México y saludos a toda la peregrinación,Margarita María Alvarez Mendoza.
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