lunes, 8 de julio de 2013

Un día con Miriam de Nazaret

En Cesarea Marítima, frente al mar Mediterráneo, escuchando la explicación del Vicario General,
guía de la peregrinación



            Anoche llegábamos a Tel-Aviv cuando el sol nos regalaba uno de esos atardeceres increíblemente bellos mientras sangraban sus colores pintando de rojo el cielo y dejando azul de añil la mar. El largo viaje hizo que nos recogiéramos pronto para descansar. Este segundo día de nuestra peregrinación agradeció alguna hora de sueño más que reparase las que se robaron al día anterior.
            Comenzamos por Jaffo. Un puerto en la Cesarea marítima que nos trajo el recuerdo de aquellos primeros escarceos apostólicos cristianos fuera del ámbito estrictamente judío. De hecho el primer converso fue un centurión romano en estos lares. Allí callejeamos el barrio de pescadores y artesanos hasta dar con la casa de Simón Pedro. Todo por hacer entonces, ninguna tradición detrás, y sin embargo ya se estaba escribiendo la historia cristiana, nuestra historia, con aquellos primeros compases de una sinfonía preciosa apenas comenzado en su estrenar. Nos asomamos a los restos del teatro romano parcialmente restaurado, y allí, un poco apartados junto a la orilla del mar, leímos conmovidos el relato del proceso de Pablo cuando sus excompañeros sumos sacerdotes y ancianos de los judíos. Festo exponía al rey Agripa el caso de Pablo: estaba confuso el gobernador porque no acertaba a entender las razones de la acusación contra Pablo por parte de los judíos. Y terminó con una conclusión que releída en este lugar siempre conmueve: “los acusadores no presentaron contra él ninguna acusación de los crímenes que yo sospechaba; solamente tenían contra él unas discusiones sobre su propia religión y sobre un tal Jesús, ya muerto, de quien Pablo afirma que vive” (Hch 25, 18-19).
Impresionante testimonio: afirmar que Jesús vive… podía costar la muerte. Entre las ruinas de un tiempo y bajo un sol inclemente dejándonos acariciar por la brisa del mar, era hermoso ese cántico más dulce que el mecerse de las olas que rompían en la orilla. Jesús ha resucitado, vive para siempre, y esto hay que afirmarlo de tal modo que suene a provocación salvadora, aunque de tantos modos dicten contra nosotros una condena de muerte. Da igual cómo sea el paredón, importa menos cuál sea el corredor, pero a diario durante estos dos mil años de cristianismo, los verdaderos cristianos han pagado con su martirio cruento o incruento que Jesús vive porque ha vencido su muerte y la nuestra.
De allí nos fuimos al Monte Carmelo. Era la primera cita con María en este segundo día de peregrinación. En la iglesia Stella Maris, oteando ese inmenso mar que mirarían aquellos primeros cristianos cuando comenzaron a navegar hasta los finisterrae del mundo conocido para anunciar a Cristo, allí recordamos a la Virgen nuestra Madre. Esa nubecita de la que habla la Biblia, es el presagio del agua benefactora que pone fin al desierto y la sequía (1 Rey 18,44). María con su sí ha puesto fin a cuanto sofoca y desertiza nuestra tierra condenada. Ella no es el agua, pero sí quien nos a trae, como esa inocente parábola de la pequeña nube sobre la cima del Monte Carmelo. Y como un faro seguro, nos orienta en los altamares cuando las tempestades y turbulencias amenazan con naufragios sobrevenidos.
Con esta gratitud, nos fuimos ya a Nazaret donde nos aguardaba la imponente y sencilla Basílica de la Anunciación. Allí tuvimos la santa misa, y volvimos a escuchar el relato del arcángel Gabriel con Miriam. Hay un cambio de plano con este enviado de anuncios salvadores: no es Jerusalén, ni el Templo, ni el Sumo Sacerdote… el contexto de su embajada como mensajero de Dios. Es más bien una desconocida aldea, Nazaret; en una casa cualquiera, su propio hogar; y ante una joven casi niña, Miriam, María. Allí tuvo lugar este milagro: que lo imposible para nosotros es posible para Dios. Y la Palabra se hizo carne en las entrañas virginales de María. Una Palabra que nacerá en un establo en la distante Belén, que tendrá que aprender a hablar, que se hará fugitiva a Egipto por las censuras egoístas y asesinas de los Herodes de turno, que se paseará por nuestros mil caminos y se nos dirá en sus mil parábolas, que será clavada en una cruz hasta quedarse tan muerta como muda, que resucitará de nuevo para decirnos la vida… ¡Cuántas palabras aguardaban a aquella Palabra bendita! ¡Cuántas palabras nos contó o nos quiso silenciar!
También a nosotros Dios ha reservado una palabra: la que eternamente silenció para decírnosla a cada uno y para con cada uno poder decirla. En María aprendemos el sí incondicional a esa Palabra que fue el secreto de su vida. A María le pedimos ser fieles a lo que en nuestra vida, a nuestra edad, dentro de la vocación recibida, Dios quiere decirnos y quiere decir con nosotros.
Dos sacerdotes, de rodillas ante la casita de la Virgen, mirando la estrella que señala en latín: hic Verbum caro factum est, aquí la Palabra se hizo carne, iban desgranando su rosario. Yo lo hice también desde atrás. Ellos pidieron por los hermanos en el sacerdocio de nuestro presbiterio diocesano: que todos aprendamos de María su disponibilidad.


+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Cesaréa – Monte Carmelo – Nazaret, 7 julio de 2013

(Hacer clic para agrandar las fotos)
Cantando la Salve en el Santuario de la Virgen del Carmen, en el Monte Carmelo (Haifa)
Ante la Virgen del Carmen, en el Monte Carmelo
Mons. Jesús Sanz, con los sacerdotes que participan en la peregrinación diocesana, antes de celebrar la Santa Misa
en Nazaret
Mons. Sanz Montes, durante la Eucaristía en Nazaret

En Cesarea Marítima


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