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Los peregrinos diocesanos, frente al Santo Sepulcro, en Jerusalén |
Anoche nos fuimos tarde a dormir. Había jaleo
en las calles de Jerusalén estando como estamos en pleno ramadán musulmán y se
nos advirtió que no eran horas para salir a partir de las ocho de la noche.
Pero fuimos prácticamente todos los peregrinos. La cita valía la pena, y más a
esas horas con el día ya tramontado. Nos fuimos a Getsemaní, donde pudimos
tener una oración intensa nada menos que en ese bendito lugar tan marcado por
agonías, traiciones, prendimientos. Sin duda que fue un privilegio, un regalo del
Señor, poder tener allí junto a la roca de la oración del Señor en aquella
noche sin dormir para Él, una hora santa. Sí, una hora de adoración ante Jesús
Eucaristía en donde oró en solitario dentro de la más absoluta soledad.
Jesús terminó esa cena postrera de recuerdos y confidencias, en las que les
vino a decir a los suyos más suyos lo que de tantos modos les dijo en aquellos
tres años inolvidables. Ya terminó la bendición final de ese encuentro
vespertino: las lechugas amargas, el cordero, el vino y el pan. ¿Cómo fue
aquella tensa sobremesa entre la mirada penetrante del Maestro y la mirada
asustada de los discípulos? ¿Qué lograron adivinar del drama que se avecinaba?
Noche del primer Jueves Santo de la
historia, noche de espera larga. Noche de incertidumbre, de agonías graves, de
sueños rendidos, y de traiciones nefastas. Y aquí nosotros, peregrinos de
aquello por lo que Jesús nos dio su propia vida, nos encontrábamos en un lugar
en donde el tiempo quiere pararse cuando el reloj de la vida palpita agitado en
el Corazón de aquel Hijo Dios. En la adoración de la presencia de Jesús, que se
hace compañía tan dulce como herida, quisimos estar ese tiempo en oración
desvelada porque el Señor nos miró desde su noche más negra invitándonos a no
dormir. Y lo hicimos por quien nos quiso salvar abrazando nuestro delirio,
nuestro extravío y nuestra mordaza.
Noche de oración y Hora Santa en
Getsemaní, momento de adoración sincera, de gratitud y alabanza, recorriendo en
oración lo que en nosotros estaba y para nosotros se daba. Nosotros estábamos
allí, con nuestros nombres, nuestra edad, nuestras luces y nuestras trampas. No
es asomarnos a un drama ajeno, que nos suscita sólo una lástima prestada, sino
que los cinco cuadros que pudimos a contemplar mirando a Jesús en la
Eucaristía, son cinco actitudes de nuestra propia vida, donde nuestra atadura y
nuestra libertad quedan retratadas.
Tras terminar la cena en el Cenáculo no se dieron un paseo
para hacer la digestión. Jesús salió detrás casi de Judas, al que dijo que apresurase
aquello que ni el mismo discípulo sabía lo que iba a hacer con tamaña
acusación. Jesús regresa a un huerto conocido, como si fuera el jardín primero
de la historia en donde la belleza inocente de una creación buena y el pecado
presuntuoso de la insidia se dieron cita. Allí buscaba el Señor la palabra de
su Padre y la luz de su rostro, como tantos días amaneciendo o cuando la tarde
estaba ya en su caída. Pero esta vez el Padre casi no habló, no se dejó apenas
ver. Solo Jesús en su dolor, pagando el precio de amor en una factura terrible
que marcaba el importe de nuestra felicidad, la pitanza de nuestra salvación.
La hora que otras veces impidió que
prendieran al Señor, o que le despeñaran, ahora había llegado como las
campanadas de un amor extremo. Era la antesala inevitable de la gran decisión,
una hora interminable. Toda su humanidad, toda su libertad humana, en el trance
de experimentar con todo su realismo qué significa dar la vida, de verdad. No
bastó lo mucho que hizo y habló. Había que mostrar en una postrera y cruel
lección que “nadie tiene más amor que el que da la vida por sus amigos” (Jn
15,13). Y esta era la gran prueba desmedida de su Amor sin medida. Tú solo,
Señor, solo entre el cielo y la tierra, solo junto a quienes ignorantes y
abrumados se caían de sueño, solo junto a quienes cegados y manipulados te buscaban
como a un malhechor. Tú ante el Padre, en el diálogo más difícil y más humano,
hasta sudar sangre. Huerto de oración filial, huerto de besos mentirosos,
huerto de cansancio somnoliento. Huerto en el que abrir el primer triduo
pascual. ¿Dónde estoy yo en aquel huerto?
Jesús llevó consigo a los tres
discípulos más íntimos. Juan, Santiago y Pedro. Como en el monte Tabor, cuando
vieron todo el resplandor de Dios, ahora le verán a oscuras y hundido. Sudor de
sangre en la presión del dolor más indebido. La respuesta de aquellos tres
discípulos fue sin más el bostezo y un quedarse dormidos. Señor, perdona
nuestra pobre mediocridad durmiente, cansina y lenta, que hacer estar ausentes
cuando más presentes deberíamos estar.
Tras el prendimiento Pedro Se
escabulló entre aquellos olivos con todo su miedo, pero el amor le llevó hasta
aquel patio cualquiera siguiendo los pasos de Cristo movido por el amor. Esa
mezcla de miedo y de amor es lo que hace que Pedro fuera aquella noche el más
confundido, el más destrozado de cuantos acompañaron en aquellos años al Señor.
Pedro fue el que más lejos llegó
buscando a su prisionero Maestro. Pero, a su manera, también Pedro entregó a
Jesús. Su beso traicionero tuvo forma de negación tres veces repetida: “no le
conozco”, insistió. Queda atrás el Pedro que hablaba según el Padre le sugería
(Mt 16,26-27), el Pedro que estaba dispuesto a seguir a Jesús hasta donde
hiciera falta (Jn 14,31), el Pedro de las intimidades transfiguradas (Lc
9,28-36), el Pedro valentón que corta orejas al que con malas intenciones viene
a su Maestro (Jn 18,10). Ahora Cefas ha vuelto a ser un vulgar Simón, porque ya
no es piedra ni para sostenerse a sí mismo. Y sin embargo, a la postre, todo ha
sido una impresionante lección ya anunciada por su Señor: “antes de que el
gallo cante dos veces, tú me habrás negado tres” (Mc 14,30). Y aquel gallo…
cantó.
Señor, esta es la contradicción
nuestra de cada día. Somos sinceros cuando hablamos Contigo, y queremos amarte
de verdad. Pero también somos nosotros cuando asustados por tantos qué dirán,
maquillamos nuestra fe, nuestra identidad cristiana, por lo que pueda pasar:
“no le conocemos” también nosotros decimos. Y como Pedro, en torno a la fogata
común de cualquier patio de este mundo, oímos el gallo y rompemos a llorar. Las
lágrimas que nos reconcilian con nuestra pequeñez y nos preparan para acoger
humildemente tu don.
El interés de su mirada que buscaba
a Jesús, la curiosidad que le llevaba a preguntar a unos y a otros con un
disimulo imposible de disimular, le hicieron de pronto sospechoso: "Tú
eres de los suyos", le dijeron. Y el negó y negó, hasta que un gallo cantó
para evidenciar esta vez no la alborada de un nuevo día, sino la noche más
negra, la oscuridad más espesa. El llanto lavó su humanidad pobre y herida,
junto a una fogata común en un patio cualquiera.
Sí, Pedro te negó Señor, como tantas
veces nosotros cada vez que en nuestros patios cotidianos nos señalan como
cristianos en la batalla de la vida, de la verdad, de la libertad y del amor. Y
nosotros nos escabullimos entre los miedos que sentimos y los latires del
sincero amor que te tenemos. Al final, como Pedro más tarde, sin gallos
mañaneros, Tú nos sales al encuentro: de mañana, junto a unas brasas, para
decirte como podemos lo más verdadero del corazón: que Tú lo sabes todo, que Tú
sabes que te queremos. Así hicimos hoy el viacrucis por la Vía Dolorosa. Como
siempre, el drama de Jesús será ajeno a los intereses de quienes no le conocen
ni saben lo que por ellos también está a punto de sufrir el Maestro. Catorce
estaciones como catorce ventanales que dejan que nos asomemos a nuestra misma
realidad. Desde el juicio contra Jesús hasta su muerte en la cruz, hemos ido
uno tras otro pasando ante ese escenario de la historia del amor más grande
jamás contada.
Todos los abandonos, todos los desgarros, las oscuridades y
extravíos, las soledades y miedos, estaban en tu grito, Jesús. Ese grito
resuena en todos los abandonos de cada uno de tus hermanos, de cada generación.
Y en tu abrazo sublime extendido en la cruz, hiciste también tuyas todas las
muertes, toda muerte violentada, amordazada, toda muerte segada por terrores
antes y después de nacer, toda muerte de cualquier pecado. Dar la vida como Jesús,
sin ficción y hasta el final. El sol se enluta como impotente testigo del ocaso
de quien tan hasta el extremo amó. Todo se ha cumplido, e inclinando la cabeza,
expiró.
Pero no fue la última palabra, por más que fuera duro
escuchar esta. Como la noche da paso a la aurora; como el sol reluce tras el
llanto de las nubes, y la semilla se hace flor, y la flor sabroso fruto, así
Cristo ha entrado en la entraña de la tierra, para salir amanecido. La muerte y
todos sus símbolos y sus aliados, no tiene ya la última palabra. Nosotros
seguiremos tal vez perplejos, asustados y fugitivos, como los discípulos; o
acaso llorosos y desconsolados, como la Magdalena. Siempre así, cuando la
muerte, en cualquiera de sus formas, nos acorrala y amenaza. Pero no es la hora
del llanto, ni del pánico, ni de la fuga. Jesús resucitará al tercer día, y
llenará de sentido todo abandono y toda muerte, haciéndolos encuentro y vida.
Sábado santo primero de la historia,
el de María, Madre creyente, que esperará por última vez que lo imposible sea
posible. Y con cantos de aleluya, con Ella veremos que se pueden transformar
los desiertos en torrentes, las espadas y las lanzas en arados y podaderas, las
lágrimas en sonrisas, los lutos y sayales en trajes de danza y de fiesta.
Cristo,
grano de trigo en la tierra dura y oscura, en el sepulcro de todos los vacíos,
resucitará. Y la creación y la historia serán testigos de que aquél sepulcro
quedará vacío para siempre. Porque la muerte que en él fue sepultada ha sido
vencida, ha sido muerta y en Jesús la vida resucitada. Así hemos vivido este
momento determinante de nuestra vida cristiana. Y así hemos vuelto a recitar el
Credo, creyendo en la resurrección del Señor como primicia de nuestra
resurrección que vendrá en el día en que Jesús vuelva.
+
Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo
de Oviedo
Jerusalén,
11 julio de 2013
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En el Cenáculo, recordando Pentecostés |
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Peregrinos en el Cenáculo |
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Un momento del Viacrucis, en Jerusalén |
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Por la Via Dolorosa |
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El sacerdote Miguel del Campo porta la cruz, durante el Viacrucis |
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Leyendo un pasaje de la Pasión |
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Un momento del Viacrucis |
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Mons. Jesús Sanz porta la cruz |
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Eucaristía en la capilla católica del Santo Sepulcro |
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Eucaristía en el Santo Sepulcro de Jerusalén |
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Los sacerdotes asistentes a la peregrinación diocesana renuevan sus promesas sacerdotales |
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Los sacerdotes asistentes a la peregrinación |
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El sacerdote Constantino Bada, uno de los guías, con peregrinos en la Basílica de Gallicantu |
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Peregrinos en la Dormición de la Virgen |
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La Dormición de la Virgen |
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En el Gólgota |
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Mons. Jesús Sanz, ora en el Muro de las Lamentaciones de Jerusalén |
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El sacerdote Miguel del Campo, en el Muro de las Lamentaciones |
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El arzobispo de Oviedo, ante el Muro de las Lamentaciones |
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