Renovando el bautismo en las fuentes del Jordán |
Fueron los años de la predicación
amable entre parábolas que todos entendían, palabras que encendían la vida y
milagros que como gracia y dardo se clavaban en el hondón del alma. Tiberias
tiene un amanecer madrugador. Parece que el alba aquí se levanta antes y viene
a acariciarte el primer momento de un día nuevo aún por escribir.
Fuimos así hasta el monte de las
Bienaventuranzas. Íbamos con la conciencia laborable de un día cualquiera. No
había cita previa cuando Jesús en esa ladera proclamó aquel primer sermón que
sabía a dicha feliz y bienaventurada. En la trama de un día entre tantos
escondido en el vaivén de lo cotidiano, allí quiso Jesús proclamar su proclama
tan sorprendente como revolucionaria. Porque Él llamó dicha grande lo que para
tantos era una vulgar desgracia, y quiso apelar como feliz ensalzamiento lo que
para muchos era una losa que aplasta. Esta fue su enseñanza aquel día señalando
las venturas buenas en medio de tanta malaventuranza.
Algún secreto tendría el Señor para
un cambio de escenario tan tremendamente radical. Los pobres son los herederos
de un Reino nuevo. Y los mansos serán dueños de la tierra. Los llantos tenían
ya consolación. El hambre y la sed de la justicia no quedará sin saciar. Y
quien use de misericordia, misericordia alcanzará. Los que tengan un corazón
limpio, sólo ellos podrán contemplar el Corazón de Dios. Y cuantos trabajen por
la paz serán señalados como los hijos de Dios. Y los perseguidos, insultados y
calumniados por el motivo y la causa del Señor, tendrán una recompensa inmensa
en el cielo inmenso. ¿Quién podría decir semejantes cosas? ¿Cuál era su secreto
mejor guardado que de pronto se desveló como un canto nuevo trayendo la alegría
y el contento que sólo puede concedernos Dios?
Era inevitable en aquella catedral
que tenía como nave y asientos la ladera de ese monte bendito, como retablo el
lago de Tiberíades, y como lectura propia del día un cantar improvisado que
sabía a inmerecida bienaventuranza. Todos tenemos nuestras malaventuranzas más
íntimas o más conocidas que ponen en jaque con pretensión de ser mate cuanto
Dios escribió en nuestros ensueños y que nuestro corazón reclama. La tentación
será siempre la misma: creer que nuestra ventura desdichada no tiene remedio,
se llame como se llame, y que no hay nada que hacer cuando el desafío nos
acorrala imponiéndonos su impostura y haciéndonos rehenes de nuestras pequeñas
o grandes desgracias. Pero aquellos oyentes primeros escucharon aquellas palabras
como quien oye algo dicho para ellos, algo que les correspondía de veras, algo
que encendía una luz infinitamente más grande que todas sus cegueras juntas,
algo que ponía dulzura bienaventurada en sus pesares malhadados de las malas
venturanzas. Esta fue la intención de la Eucaristía allí celebrada, en la
ladera de aquel monte en un lunes cualquiera que se convirtió por eso en una
fiesta de gracia y holganza.
Fuimos después a la orilla del lago.
Multiplicaciones de peces y panes en Tabgha, y confesiones de amor en torno a
unas brasas. Son dos escenas preciosas que nos hablan de la insuficiencia de
nuestros recursos cuando se trata de arreglar las cosas a nuestro modo, de
cambiarlas según nuestra agenda y manera. Los más de cinco mil no habrían
comido aquel día si Jesús no les sacia. Pero Él quiso hacer el milagro para una
multitud partiendo de la pequeñez más precaria. Con cinco panes y un par de
peces, aquella muchedumbre comió, quedando simbólicamente doce canastos de
sobras. No es nuestra ansiedad ni nuestras genialidades lo que transforma la
vida, sino dejar que a través nuestro y contando con nuestra pobreza, Dios
intervenga haciendo el milagro cotidiano. Y así ocurrió con la otra
multiplicación mucho mayor: la del corazón que se rinde desde un amor herido,
negador y mezquino, a un amor que espera sin humillar mientras pregunta a
Pedro: ¿Simón, me amas? La multiplicación fue en este caso la del amor primero
que de pronto maduró en la sencillez sin doblez: Tú, Señor, lo sabes todo, Tú,
sabes que te quiero. Era el milagro del perdón que se hizo entrega de amor
nuevo.
Y de allí nos fuimos a Bania, en las
mismas fuentes del río Jordán cuando éste es tan sólo un manantial niño.
Pudimos renovar nuestro bautismo con la conciencia de ser adultos que no siempre
han sabido vivir su fe bebiendo de las verdaderas fuentes que la nutren y
sostienen. Por eso volvemos a donde surge semejante creer, como subimos hacia
la alta Galilea para llegar al comienzo del torrente. Un agua que luego se hará
cantarina y juguetona en pequeñas cascadas, que llenará de frescor y fecundidad
cuanto alcance en su paso, que también se hará mansa dibujando meandros en la
tierra del valle según va perdiendo fuerza, y que sabrá entrar en el mar de su
destino abrazado a su inmensidad. Si esta es la parábola de la vida, así
nuestra vida cristiana debe saber contarse mientras se canta en la aventura de
creer de veras, con la vocación que cada cual ha recibido en la Iglesia. Creo
en Ti, Señor. Renuncio a Satanás. En el año de la Fe pudimos con verdadero
fervor renovarla.
Caná nos esperaba con sabor a
nupcias. Muchos peregrinos iban como cónyuges, e incluso algunos con sus
propios hijos. Era emocionante ver a ese joven matrimonio italiano que se unió
a nuestra celebración, y que llevaban casados tan sólo tres días, junto a los
más veteranos que cumplían los años dorados de sus bodas de oro. En unos y en
otros, el amor era bendecido por Dios que es Amor. El vino gana en solera con
el paso de los años. Y así pedimos para todos ellos que ese vino de su amor
jamás se les aguara, como quien pervierte aquel primer milagro de Jesús que
convirtió en buen vino el agua de unas tinajas. Para todos ellos, para sus
hijos, fue una renovación hermosa donde se evidenciaba la gracia, la gratitud y
la ternura enamorada que Dios bendijo una vez más.
Pero nos quedaba atravesar el Lago
de Tiberíades. No fue un paseo en barca, sino un pretexto para asomarnos in situ al escenario que tantas veces
contemplaron Jesús y los discípulos hace dos mil años. La hora crepuscular es
la hora de las lágrimas, como dicen los poetas. No por la pena, sino por el
sobrecogimiento que conmueve el alma. Al caer el sol, sobre aquel lago paramos
el motor de la embarcación. Las olas seguían musitando su eterna canción. Las
colinas nos seguían presidiendo. Y en medio de esa inmensidad leímos los
evangelios que tuvieron como escenario ese mismo lugar. Tempestades calmadas,
un Jesús que aparentemente duerme, redes vacías que se llenan de peces. Son
algunos milagros que nos recordaron aquellas aguas. De nuestras tormentas y
turbulencias, de nuestros temores y fantasmas, de nuestras redes sin ninguna
pesca, cada uno puede contar su historia de pruebas y hazañas. Pero entonces
como siempre, Jesús siempre vela aunque parezca dormir, las tempestades no
destruyen ni condicionan su providencia, y las redes sin nada de pronto se
llenan de una pesca tan inmerecida como cierta. El sol caía. El Mar de Galilea
callaba. Y nosotros fuimos hasta la orilla con la alegría en los labios y la
esperanza en el alma.
+
Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo
de Oviedo
Tiberias,
8 julio de 2013
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Renovación de las promesas del Bautismo en las fuentes del Jordán |
Venerando la Mensa Christi en la iglesia del Primado |
Ante la Mensa Christi, en la iglesia del Primado de Pedro, al borde del lago de Genesaret |
Celebrando la misa, en el Monte de las Bienaventuranzas |
Mons. Jesús Sanz y los sacerdotes concelebrantes, en el Monte de las Bienaventuranzas |
Los matrimonios que participan en la peregrinación renuevan su compromiso, en Caná de Galilea |
Renovación de las promesas matrimoniales, en Caná de Galilea |
Mons. Jesús Sanz exhorta a los peregrinos en el lago Tiberíades |
Celebración en la barca, en el Mar de Galilea |
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