martes, 9 de julio de 2013

Galilea: la dulce estancia de Jesús

Renovando el bautismo en las fuentes del Jordán


            Fueron los años de la predicación amable entre parábolas que todos entendían, palabras que encendían la vida y milagros que como gracia y dardo se clavaban en el hondón del alma. Tiberias tiene un amanecer madrugador. Parece que el alba aquí se levanta antes y viene a acariciarte el primer momento de un día nuevo aún por escribir.
            Fuimos así hasta el monte de las Bienaventuranzas. Íbamos con la conciencia laborable de un día cualquiera. No había cita previa cuando Jesús en esa ladera proclamó aquel primer sermón que sabía a dicha feliz y bienaventurada. En la trama de un día entre tantos escondido en el vaivén de lo cotidiano, allí quiso Jesús proclamar su proclama tan sorprendente como revolucionaria. Porque Él llamó dicha grande lo que para tantos era una vulgar desgracia, y quiso apelar como feliz ensalzamiento lo que para muchos era una losa que aplasta. Esta fue su enseñanza aquel día señalando las venturas buenas en medio de tanta malaventuranza.
            Algún secreto tendría el Señor para un cambio de escenario tan tremendamente radical. Los pobres son los herederos de un Reino nuevo. Y los mansos serán dueños de la tierra. Los llantos tenían ya consolación. El hambre y la sed de la justicia no quedará sin saciar. Y quien use de misericordia, misericordia alcanzará. Los que tengan un corazón limpio, sólo ellos podrán contemplar el Corazón de Dios. Y cuantos trabajen por la paz serán señalados como los hijos de Dios. Y los perseguidos, insultados y calumniados por el motivo y la causa del Señor, tendrán una recompensa inmensa en el cielo inmenso. ¿Quién podría decir semejantes cosas? ¿Cuál era su secreto mejor guardado que de pronto se desveló como un canto nuevo trayendo la alegría y el contento que sólo puede concedernos Dios?
            Era inevitable en aquella catedral que tenía como nave y asientos la ladera de ese monte bendito, como retablo el lago de Tiberíades, y como lectura propia del día un cantar improvisado que sabía a inmerecida bienaventuranza. Todos tenemos nuestras malaventuranzas más íntimas o más conocidas que ponen en jaque con pretensión de ser mate cuanto Dios escribió en nuestros ensueños y que nuestro corazón reclama. La tentación será siempre la misma: creer que nuestra ventura desdichada no tiene remedio, se llame como se llame, y que no hay nada que hacer cuando el desafío nos acorrala imponiéndonos su impostura y haciéndonos rehenes de nuestras pequeñas o grandes desgracias. Pero aquellos oyentes primeros escucharon aquellas palabras como quien oye algo dicho para ellos, algo que les correspondía de veras, algo que encendía una luz infinitamente más grande que todas sus cegueras juntas, algo que ponía dulzura bienaventurada en sus pesares malhadados de las malas venturanzas. Esta fue la intención de la Eucaristía allí celebrada, en la ladera de aquel monte en un lunes cualquiera que se convirtió por eso en una fiesta de gracia y holganza.
            Fuimos después a la orilla del lago. Multiplicaciones de peces y panes en Tabgha, y confesiones de amor en torno a unas brasas. Son dos escenas preciosas que nos hablan de la insuficiencia de nuestros recursos cuando se trata de arreglar las cosas a nuestro modo, de cambiarlas según nuestra agenda y manera. Los más de cinco mil no habrían comido aquel día si Jesús no les sacia. Pero Él quiso hacer el milagro para una multitud partiendo de la pequeñez más precaria. Con cinco panes y un par de peces, aquella muchedumbre comió, quedando simbólicamente doce canastos de sobras. No es nuestra ansiedad ni nuestras genialidades lo que transforma la vida, sino dejar que a través nuestro y contando con nuestra pobreza, Dios intervenga haciendo el milagro cotidiano. Y así ocurrió con la otra multiplicación mucho mayor: la del corazón que se rinde desde un amor herido, negador y mezquino, a un amor que espera sin humillar mientras pregunta a Pedro: ¿Simón, me amas? La multiplicación fue en este caso la del amor primero que de pronto maduró en la sencillez sin doblez: Tú, Señor, lo sabes todo, Tú, sabes que te quiero. Era el milagro del perdón que se hizo entrega de amor nuevo.
            Y de allí nos fuimos a Bania, en las mismas fuentes del río Jordán cuando éste es tan sólo un manantial niño. Pudimos renovar nuestro bautismo con la conciencia de ser adultos que no siempre han sabido vivir su fe bebiendo de las verdaderas fuentes que la nutren y sostienen. Por eso volvemos a donde surge semejante creer, como subimos hacia la alta Galilea para llegar al comienzo del torrente. Un agua que luego se hará cantarina y juguetona en pequeñas cascadas, que llenará de frescor y fecundidad cuanto alcance en su paso, que también se hará mansa dibujando meandros en la tierra del valle según va perdiendo fuerza, y que sabrá entrar en el mar de su destino abrazado a su inmensidad. Si esta es la parábola de la vida, así nuestra vida cristiana debe saber contarse mientras se canta en la aventura de creer de veras, con la vocación que cada cual ha recibido en la Iglesia. Creo en Ti, Señor. Renuncio a Satanás. En el año de la Fe pudimos con verdadero fervor renovarla.
            Caná nos esperaba con sabor a nupcias. Muchos peregrinos iban como cónyuges, e incluso algunos con sus propios hijos. Era emocionante ver a ese joven matrimonio italiano que se unió a nuestra celebración, y que llevaban casados tan sólo tres días, junto a los más veteranos que cumplían los años dorados de sus bodas de oro. En unos y en otros, el amor era bendecido por Dios que es Amor. El vino gana en solera con el paso de los años. Y así pedimos para todos ellos que ese vino de su amor jamás se les aguara, como quien pervierte aquel primer milagro de Jesús que convirtió en buen vino el agua de unas tinajas. Para todos ellos, para sus hijos, fue una renovación hermosa donde se evidenciaba la gracia, la gratitud y la ternura enamorada que Dios bendijo una vez más.
            Pero nos quedaba atravesar el Lago de Tiberíades. No fue un paseo en barca, sino un pretexto para asomarnos in situ al escenario que tantas veces contemplaron Jesús y los discípulos hace dos mil años. La hora crepuscular es la hora de las lágrimas, como dicen los poetas. No por la pena, sino por el sobrecogimiento que conmueve el alma. Al caer el sol, sobre aquel lago paramos el motor de la embarcación. Las olas seguían musitando su eterna canción. Las colinas nos seguían presidiendo. Y en medio de esa inmensidad leímos los evangelios que tuvieron como escenario ese mismo lugar. Tempestades calmadas, un Jesús que aparentemente duerme, redes vacías que se llenan de peces. Son algunos milagros que nos recordaron aquellas aguas. De nuestras tormentas y turbulencias, de nuestros temores y fantasmas, de nuestras redes sin ninguna pesca, cada uno puede contar su historia de pruebas y hazañas. Pero entonces como siempre, Jesús siempre vela aunque parezca dormir, las tempestades no destruyen ni condicionan su providencia, y las redes sin nada de pronto se llenan de una pesca tan inmerecida como cierta. El sol caía. El Mar de Galilea callaba. Y nosotros fuimos hasta la orilla con la alegría en los labios y la esperanza en el alma.


+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Tiberias, 8 julio de 2013

(Hacer click para ver las fotos a tamaño completo)


Renovación de las promesas del Bautismo en las fuentes del Jordán

Venerando la Mensa Christi en la iglesia del Primado

Ante la Mensa Christi, en la iglesia del Primado de Pedro, al borde del lago de Genesaret
Celebrando la misa, en el Monte de las Bienaventuranzas

Mons. Jesús Sanz y los sacerdotes concelebrantes, en el Monte de las Bienaventuranzas


Los matrimonios que participan en la peregrinación renuevan su compromiso, en Caná de Galilea

Renovación de las promesas matrimoniales, en Caná de Galilea
Mons. Jesús Sanz exhorta a los peregrinos en el lago Tiberíades

Celebración en la barca, en el Mar de Galilea




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