El arzobispo, postrado ante el lugar del nacimiento de Jesús, en Belén |
Ya en Jerusalén, tras atravesar ayer por la
tarde el desierto de Judá, concluyó nuestra subida a la ciudad santa, siempre
resplandeciente en su magia milenaria, en su vocación de paz para la que no
encuentra caminos. Ahí estaba ante nuestra mirada vespertina según se iba
poniendo el sol. En este día hemos visto varios santuarios pero hay un lugar
que se nos impone precisamente por su cita llena de encanto, llena de paz y de
Dios: Belén.
Lo
primero que hicimos fue celebrar la santa Misa en las majadas de los pastores.
Aunque llegamos muy madrugados, ya había algún grupo polaco celebrando.
Nosotros lo hicimos fuera, en la gruta abierta como un improvisado anfiteatro.
El sol que ya apuntaba maneras y grados, la brisa que nos acariciaba, y sobre
todo la memoria de lo sucedido allí hace dos mil años, despertaron la gratitud
más sentida conscientes de nuestra pequeñez para tamaña gracia que jamás
mereceremos.
¿Cómo
habríamos ideado nosotros la salvación de la humanidad si el Padre eterno nos
hubiera pedido parecer? ¿Un estratega militar o policiesco, un acaudalado
financiero que todo lo subvencionara, un sabio sabelotodo que para todo tuviera
ideas y soluciones? Dios tuvo una idea mejor. De las muchas maneras con
las que Dios hace las cosas al hablarnos, nos ha querido narrar la historia de
nuestra felicidad haciéndose un pequeño bebé para comenzar a contárnosla.
Palabra acampada, palabra hecha tienda en medio de nuestras contiendas. El
Verbo de Dios que se hace palabra nuestra. Esto es lo que estábamos celebrando
todo el grupo de peregrinos asturianos en las majadas de los pastores junto a
Belén.
Escogió un niño,
haciéndose niño Él. Todo el poder, toda la sabiduría, todo el arcano del eterno
Dios, hecho lágrima de bebé, llanto de hambre y frío de un niño divinamente común,
al amparo de una mujer joven que consintió ser tan especial madre, de un joven
varón que sin conocer a su esposa, se fió de Dios y actuó de amoroso protector
de ella y de su pequeño infante. Una historia humana y divina, asombrosamente
habitual y misteriosamente única. Es una pregunta que tantas veces me he hecho:
¿cómo sería la mirada de María ante el fruto de su entraña? Todo fue
excepcional en aras de la excepcionalidad que revestía el hecho para la
historia de la humanidad. Quienes nos hemos asomado mil veces a la cuna de un
bebé (privilegio de ser el mayor de seis hermanos) nos hemos hecho un sinfín de
preguntas que desde la inocente provocación que tanta belleza y tan inefable
bondad nos brindaba con toda su desarmada ternura.
Era joven aquella mujer, casi una niña como primeriza mamá. Tenía en
sus brazos a su recién nacido, al que amamantaba, al que acariciaba, al que
decía ternuras mientras miraba sus ojitos de bebé. ¿Qué canción cuna le cantaba
María a aquel pequeño? Aquel a quien estrechaba contra su pecho, era Dios… y esto incluso para ella era tremendo.
Hay un poema insólito de alguien que se mete por un
instante en esa mirada de materna curiosidad de María ante su pequeño Jesús:
Dios verdadero y su hijo verdadero a la vez. La concretez de las observaciones del
poema, la agudeza de sus detalles, la delicadeza de sus interrogantes, y la
ternura de su osadía, nos permitiría adivinar que se trata de una autora: una
mujer, madre tal vez, contemplativa y mística quizás, que con toda la fuerza de
su feminidad ha interpretado como nadie esa curiosidad de la mirada de María.
Leyendo el poema, escuchando estos versos, nos parecería que estamos ante una
mujer dotada de una finísima sensibilidad y una acendradísima fe. Y sin
embargo, esta es la sorpresa, se debe a una pluma bien distinta. Escrito el
poema en una cárcel, sin ningún tipo de soporte ambiental. Fue durante una
Navidad. La autoría se debe nada menos que a Jean Paul Sartre, agnóstico.
Siempre he pensado que este aguerrido existencialista
francés, conservó en los pliegues más hermosos de su corazón ese reducto de fe
o de apertura al Misterio que le permitió escribir algo tan tierno y tan
verdadero. Este poema, le habrá servido de intercesión por parte de María,
cuando se haya presentado ante Dios con todas sus carencias. No puedo no pensar
que su evidente falta de vino en las bodas de su existencia atribulada,
encontraría nuevamente a la Virgen dispuesta a susurrar a Jesús, su Hijo: no
tiene vino.
Y este sería el inmerecido pago de la Madre de Dios a su
improvisado pintor poeta, que la sorprendió furtivo abismada ante la ternura de
Dios. Copio algunos párrafos de esa descripción preciosa que hace Sartre
sorprendiendo furtivamente a María contemplando a su pequeño: «Cristo es su hijo, carne de su carne y fruto
de su vientre. Lo ha llevado nueve meses en sí misma y le dará el pecho, y su
leche se convertirá en la sangre de Dios.
En algunos momentos
la tentación es tan fuerte que olvida que es el Hijo de Dios. Lo acurruca en
sus brazos y le susurra: ¡pequeño mío! Pero en otros momentos se queda como en
suspenso y piensa: Dios está ahí... y le invade una especie de temor religioso
ante este Dios mudo, ante este niño que en algún sentido da miedo…
Pero pienso que
también existan otros momentos rápidos, fugaces, en los que ella siente que
Cristo es su hijo, es su pequeño, y que es al mismo tiempo Dios. Lo mira y
piensa: este Dios es mi niño, esta carne es mi carne, está hecho de mí. Tiene
mis ojos, y la forma de su boca es como la mía. Se me parece, es Dios y se me
parece.
Y ninguna mujer ha
tenido la fortuna de tener a Dios sólo para ella. Un Dios pequeñísimo, hasta
poder estrecharlo entre los brazos y llenarlo de besos. Un Dios todo calidez,
que sonríe, que respira, un Dios que se puede tocar y que ríe».
Un Dios hecho niño que tendrá que aprender nuestra lengua y
nuestros gestos para contarnos y cantarnos una Buena Noticia que no caduque,
que no dependa de las urnas votadas ni de las bolsas cambiantes. Una Buena
Noticia capaz de sembrar esperanza en el nombre de Dios, luz, calor, ternura,
paz, amor.
Hay un texto del libro de la Sabiduría que escuchamos al
final del Adviento y que volvemos a escuchar el día de la Sagrada Familia:
“Cuando un silencio todo lo envolvía y la noche estaba a la mitad de su camino,
tu palabra omnipotente, oh Señor, se acampó en una tierra condenada al
exterminio” (Sab 18,14-15). Toda la historia de la salvación cabe en estos dos
versículos: un silencio y una oscuridad que han sido vencidos, ganados por una
palabra acampada que nos ha traído la luz que no conoce ocaso y que nos salva.
A pocos kilómetros
aparentemente todo seguía igual, sin que nada ni nadie hubiera percibido la
novedad más novedosa de toda la historia jamás contada y jamás ocurrida. Pero
aquello aconteció, tuvo lugar cuando un silencio todo lo envolvía y la noche
estaba a la mitad de su carrera. Y aquí y ahora estamos nosotros, testigos de
esa noche dos mil años después. Y lo somos en medio de nuestros apagones, de
nuestros fríos y nuestro estrés. No sólo vino Dios entonces, sino que viene
ahora y después, para poner su luz que nadie puede apagar, su ternura cálida
como la gracia, y su paz que llena de sereno sosiego nuestra alma y nuestra
agenda.
Como fueron los pastores, sorprendidos en algo tan cotidiano
como guardar el ganado con el que se ganan su pan, también a nosotros Dios nos
aguarda para invitarnos incesantemente a acudir en adoración ante el divino
infante. Y con su Palabra ya crecida, escuchada y guardada en el corazón, salir
a las encrucijadas de todos los caminos para comunicar a quien quiera
escucharla la más hermosa Buena Noticia.
+
Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo
de Oviedo
Belén,
10 julio de 2013
Los peregrinos, en Belén |
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Adoración del Niño Jesús, en el Campo de los Pastores de Belén |
Eucaristía en el Campo de los Pastores, en Belén |
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