lunes, 8 de julio de 2013

Comienza una peregrinación única en la vida. Subir a Jerusalén




           Se hicieron para andar nuestros pies. No siempre están dispuestos para comenzar o para seguir el camino hacia su destino. Y así se nos distraen, se nos despistan o se nos extravían empeñados en senderos que conducen a ningún lugar. Esta es parte de nuestra historia humana y cristiana en lo que tiene de lenta o de torpe: no haber comprendido que dentro de nosotros hay un peregrino, que somos esencialmente peregrinos. Y esto lo ha comprendido siempre la tradición cristiana cuando ha invitado a sus fieles a peregrinar fundamentalmente a tres lugares muy significativos: Jerusalén, Roma y Compostela.
            Con estas nos aventuramos un año más a peregrinar a Tierra Santa que tanto Jesús, como María y los Apóstoles bendijeron con sus vidas. Allí han quedado sus huellas que quienes acudimos en su búsqueda tomamos como hitos de nuestra andadura.
            Los casi ciento cincuenta peregrinos teníamos una cita previa: la parroquia de Santiago del Monte, junto al aeropuerto asturiano de Ranón. Esa preciosa iglesita nos volvió a abrir sus puertas con todo el encanto de ese rincón tan primorosamente cuidado por su párroco D. Agustín González y sus colaboradores laicos que ya son de la familia de estas peregrinaciones. Lleno el templo hasta el coro, nos pusimos en manos de aquel Apóstol que desde la Tierra Santa nos trajo el evangelio y la memoria viva de Jesús. Ahora éramos nosotros los que allí acudíamos peregrinando a los lugares en donde nuestra historia comenzó.
            El evangelio nos relató la subida de Jesús a Jerusalén con sus discípulos. Todo el relato de San Lucas está concebido como una especie de diario de viaje que duró toda la vida del Señor. Su nacimiento en Belén, su infancia y mocedad en Nazaret y su vida pública por doquier, eran etapas de esta subida larga que culminaría en Jerusalén dándonos la vida como nadie y para siempre. Subir a Jerusalén es lo que nosotros nos proponíamos al montarnos en el avión que nos conduciría hasta allí.
            Pero al igual que en la subida de Jesús con sus discípulos, todos los registros de la vida están presentes en esa andadura: los momentos más hermosos que nos llenan el alma de gratitud y alegría, como los más duros que ponen a prueba nuestra confianza en la providencia de un Dios bueno. Así sucedió con ellos entonces: niños que juegan en la plaza, viudas que echan lo que tenían como limosna para el Templo, pescadores sin horizonte en su vida y pecadores empedernidos con todo su catálogo de fechorías; buscadores nocturnos como Nicodemo, pecadoras abusadas como la Magdalena, madres que va a enterrar a su único hijo o amigos entrañables como Lázaro cuya muerte conmoverá al Maestro. Zaqueos con sus rapiñas, Samaritanas con su sed profunda, Mateos en sus telonios, recién casados sin vino, centuriones con más fe que los fariseos, leprosos que fueron curados y endemoniados a los que expulsaron los demonios de sus males… ¡Cuántos nombres, cuántos rostros, cuántos llantos y cuántas sonrisas! Toda una vida humana apretada en el puño de aquellos años de subida, lenta en el paso, ligera de equipaje y rica en los encuentros que se cruzaron entre Jesús y todas sus biografías.
            Así vamos nosotros también, así nos queremos disponer sin poner precio de ningún tipo a lo que queremos recorrer cada cual con su nombre, con su situación, con las cosas que nos arrugan con dolor o las que nos dilatan con alegría. Si no ponemos precio, significa que queremos vivir lo que el Papa Francisco está repitiendo desde su comienzo como Sucesor de Pedro: dejarnos sorprender por Dios en la gracia que Él nos quiera conceder, recordando o estrenando lo que tenga a bien regalarnos inmerecidamente.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Tel-Aviv 6 julio de 2013

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