Se hicieron para andar nuestros
pies. No siempre están dispuestos para comenzar o para seguir el camino hacia
su destino. Y así se nos distraen, se nos despistan o se nos extravían
empeñados en senderos que conducen a ningún lugar. Esta es parte de nuestra
historia humana y cristiana en lo que tiene de lenta o de torpe: no haber
comprendido que dentro de nosotros hay un peregrino, que somos esencialmente
peregrinos. Y esto lo ha comprendido siempre la tradición cristiana cuando ha
invitado a sus fieles a peregrinar fundamentalmente a tres lugares muy
significativos: Jerusalén, Roma y Compostela.
Con estas nos aventuramos un año más
a peregrinar a Tierra Santa que tanto Jesús, como María y los Apóstoles
bendijeron con sus vidas. Allí han quedado sus huellas que quienes acudimos en
su búsqueda tomamos como hitos de nuestra andadura.
Los casi ciento cincuenta peregrinos
teníamos una cita previa: la parroquia de Santiago del Monte, junto al aeropuerto
asturiano de Ranón. Esa preciosa iglesita nos volvió a abrir sus puertas con
todo el encanto de ese rincón tan primorosamente cuidado por su párroco D.
Agustín González y sus colaboradores laicos que ya son de la familia de estas
peregrinaciones. Lleno el templo hasta el coro, nos pusimos en manos de aquel
Apóstol que desde la Tierra Santa nos trajo el evangelio y la memoria viva de
Jesús. Ahora éramos nosotros los que allí acudíamos peregrinando a los lugares
en donde nuestra historia comenzó.
El evangelio nos relató la subida de
Jesús a Jerusalén con sus discípulos. Todo el relato de San Lucas está
concebido como una especie de diario de viaje que duró toda la vida del Señor.
Su nacimiento en Belén, su infancia y mocedad en Nazaret y su vida pública por
doquier, eran etapas de esta subida larga que culminaría en Jerusalén dándonos
la vida como nadie y para siempre. Subir a Jerusalén es lo que nosotros nos
proponíamos al montarnos en el avión que nos conduciría hasta allí.
Pero al igual que en la subida de
Jesús con sus discípulos, todos los registros de la vida están presentes en esa
andadura: los momentos más hermosos que nos llenan el alma de gratitud y
alegría, como los más duros que ponen a prueba nuestra confianza en la providencia
de un Dios bueno. Así sucedió con ellos entonces: niños que juegan en la plaza,
viudas que echan lo que tenían como limosna para el Templo, pescadores sin
horizonte en su vida y pecadores empedernidos con todo su catálogo de
fechorías; buscadores nocturnos como Nicodemo, pecadoras abusadas como la
Magdalena, madres que va a enterrar a su único hijo o amigos entrañables como
Lázaro cuya muerte conmoverá al Maestro. Zaqueos con sus rapiñas, Samaritanas
con su sed profunda, Mateos en sus telonios, recién casados sin vino, centuriones
con más fe que los fariseos, leprosos que fueron curados y endemoniados a los
que expulsaron los demonios de sus males… ¡Cuántos nombres, cuántos rostros,
cuántos llantos y cuántas sonrisas! Toda una vida humana apretada en el puño de
aquellos años de subida, lenta en el paso, ligera de equipaje y rica en los
encuentros que se cruzaron entre Jesús y todas sus biografías.
Así vamos nosotros también, así nos
queremos disponer sin poner precio de ningún tipo a lo que queremos recorrer
cada cual con su nombre, con su situación, con las cosas que nos arrugan con
dolor o las que nos dilatan con alegría. Si no ponemos precio, significa que
queremos vivir lo que el Papa Francisco está repitiendo desde su comienzo como
Sucesor de Pedro: dejarnos sorprender por Dios en la gracia que Él nos quiera
conceder, recordando o estrenando lo que tenga a bien regalarnos
inmerecidamente.
+ Fr. Jesús Sanz
Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Tel-Aviv 6 julio de
2013
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