Peregrinos asturianos en Gerasa |
Abandonamos Galilea, escenario de la vida discreta y casi oculta
de Jesús niño, Jesús joven, junto a María y a José, pero escenario sobre todo
del Jesús adulto que ahí comienza su vida pública llamando a los discípulos y
mostrando con obras y palabras la gloria del Padre Dios y la dignidad del
hombre y la mujer en medio de sus búsquedas, sus contradicciones y la bondad
que anida en el corazón humano.
Fuimos bordeando
el Lago o Mar de Tiberíades hasta llegar al río Jordán para alcanzar una de las
fronteras entre Israel y Jordania y pasar al vecino país. Esas divisiones
políticas de nuestros días no tenían entonces el trazado actual. Jesús también
actuó en esa parte, más aún, allí comenzó con su propio bautismo de manos de
Juan su primo llamado el Bautista, y allí se arrancaron los dos primeros que
fueron tras él preguntándole un entrañable: “Maestro, ¿dónde vives?” (Jn 1,
35).
El calor en estas
primeras horas del día ya nos anunciaba lo que luego fue un verdadero sopor por
las altas temperaturas que tuvimos que soportar en las horas más álgidas del
día. Fuimos subiendo un importante desnivel de más de 1500 mts. desde el punto
de partida hasta la primera parada que teníamos que hacer con visita a su lugar.
Un autobús destartalado (que luego tuvimos que cambiar por otro de la misma
familia destartalada) nos fue llevando despacio por aquellas pendientes enormes
con carreteras mal asfaltadas y estrechas, que el guía lugareño nos decía que
era para atajar la subida.
Pasamos por
delante de Pella, donde se asentó la primera comunidad cristiana que hubo de
salir huyendo de la persecución judía en Jerusalén, y allí a la otra orilla del
Jordán situaron su primer emplazamiento. No queda apenas nada de aquel momento,
ni siquiera quedan las ruinas, y tan sólo tenemos noticia por los documentos
históricos que de ello han hablado. Seguimos subiendo y llegamos a la primera
cita, en la ciudad de Gerasa. Nos esperaba todo un mundo antiguo precristiano y
cristiano dentro de las excavaciones impresionantes que han sacado a la luz
toda una ciudad enterrada que estaba en parte ya derruida por algún terremoto
de la época. En cualquier caso es sorprendente cómo en ese cruce de caminos de
las grandes rutas de las caravanas comerciales, se levantó esa inmensa ciudad
de la que hoy sigue admirando las dimensiones del hipódromo, del teatro
(bastante bien conservados ambos) y del templo de la diosa Artemisa.
Calles enlosadas
y embellecidas con fuentes, plazuelas para el descanso y la tertulia del ágora,
centros comerciales de intercambio, templos y capillas a dioses variopintos, e
iglesias cristianas de aquel primer período hasta bien entrada la época
bizantina. En medio de las ruinas de piedras, destacaban lo que quedaba de los mosaicos
del suelo de las iglesias cristianas. Para mí fue como meternos en la máquina
del tiempo, y viajar a otra época y lugar tratando de escuchar sus voces y
hablares, lo que discutían, lo que intercambiaban, cuanto soñaban o temían,
aquello más noble y aquello mezquino, lo que creían y esperaban… Todo un mundo
antiguo que con sus formas y maneras no es tan distinto al nuestro, y podemos
decir sin miedo a equivocarnos que tenemos aquellos y nosotros las mismas
preguntas esenciales en nuestro corazón.
Pasan los años y
los siglos, cambian la ropería y la parafernalia, la técnica que nos moderniza
y facilita tantas cosas, pero también la pérdida de valores que nos hacen
auténticos en nuestra más íntima humanidad personal y social. Pero las
preguntas… son las mismas, cómo idéntico es el deseo de ser felices de veras y
de no renunciar a esa belleza, bondad y verdad para las que nacimos.
El paso del
tiempo, las inclemencias de la naturaleza, las violencias e intereses bélicos,
hizo que aquel rincón antiguo que un día mostró su belleza de armonía en la
construcción de una ciudad y en el juego de las relaciones humanas, se mostró
caduco y no aguantó lo que quizás se soñó que fuera para siempre y eterno en
todos los sentidos, pero que la contemplación de sus ruinas asevera severamente
cómo tanta gloria resultó ser tan efímera lamentablemente.
De allí nos
fuimos hasta la otra gran cita en este día tremendamente viajero: llegar hasta
el Monte Nebo. Alguna relación tiene este lugar con la reflexión que antes
hacía sobre el ocaso de una ciudad, porque en el Monte Nebo aconteció el ocaso
de Moisés. Aquí entonó su canto de cisne con una trastienda totalmente
conmovedora en aquel anciano que Dios había elegido desde apenas nació para que
condujera a la tierra de la libertad a su Pueblo sometido por la esclavitud de
Egipto.
Mons. Jesús Sanz, en el Monte Nebo |
Toda una historia
providencial en la que Dios se volcó con Moisés salvándole de las aguas,
permitiendo que fuera educado en la refinada cultura egipcia, que tuviera mando
y ascendencia en la corte del Faraón, y que fue elegido por el mismo Altísimo
para conducir a ese Pueblo también elegido por Él, para que saliera de una
opresión y gustara la libertad de una tierra que manaba leche y miel. Sin
embargo el camino de la liberación resultó ser bien arduo, largo y cansino. Son
los proverbiales cuarenta años de éxodo a través de un implacable desierto en
el que se dio absolutamente de todo: desde la alianza de Dios con ellos
dándoles un código moral para entender la vida en el respeto del Señor con los
célebres Diez Mandamientos, hasta la protesta y la blasfemia que se escenificó
en la adoración del becerro de oro como falso dios.
La promesa del
principio, esa que alentó la marcha peregrina de aquel pueblo, era que
volverían a la tierra que se les prometió, que podrían gozar de aquel vergel
perdido por los devaneos infieles de tantas generaciones de hebreos. Y tras
cuatro décadas de andar perdidos, derrotados, asaltados, tentados y hundidos,
finalmente en lontananza se dibuja en filigrana esa tierra de la que con tanta
fatiga se supieron siempre peregrinos. Pero es aquí donde viene el sobresalto.
Porque el Monte Nebo no es el lugar aduadanero por el que aquel pueblo con su
caudillo entran cantando himnos de victoria y de consuelo para poner el pie en
la promesa cumplida. Más bien el Monte Nebo es el lugar en el que Dios mostrará
a Moisés la tierra, dejará que se asomen sus ojos ancianos, pero a continuación
le dirá: tus pies no la pisarán jamás.
Eucaristía en el Monte Nebo |
Es duro, al menos
en apariencia, semejante desenlace que más bien parece una desproporcionada
reprimenda por parte de Dios hacia quien Él había escogido para que en su
nombre acompañara a su pueblo. Como dicen los tres últimos capítulos del libro
del Deuteronomio (32-34), en los que dramáticamente se describe la muerte de
Moisés, este anciano servidor de Dios murió por obediencia, murió en soledad, y
murió en el dolor de pensar que su vida más íntima y personal había sido
baldía. Toda una lección de lo que supone vivir en las manos de la divina
providencia o ser tú mismo la medida de tu destino. Aparentemente, Moisés fue
un fracasado final. Pero eso sólo es una apariencia. Hay que ir a ese otro
monte en el que estuvimos en el día de ayer, el Monte Tabor, para ver a Moisés
junto a Jesús y a Elías. La tierra que él pisó y la compañía de la que
eternamente goza, es esa gloria bendita que como cielo sin ocaso se le abrió a
él antes que al resto de su pueblo. Porque la verdadera tierra prometida no son
unas piedras, un territorio o unas fronteras, sino Dios mismo que es de quien
nuestro corazón tiene la más infinita nostalgia.
En nuestra vida
humana y cristiana, se dan unos años para que pongamos en juego los talentos
que se nos han dado. Ahí nos imaginamos construyendo un mundo nuevo o, al
menos, intentándolo. Ahí ponemos en valor nuestros más nobles sentimientos
dejando que corra lo mejor de nuestra propia humanidad. Ahí nos unimos a
quienes amamos de veras entretejiendo con ellos lo más hermoso y sincero de
nuestro afecto. Pero realmente ¿nuestra vida se explica y se entiende desde la
conquista de estos nobles horizontes como son el honesto quehacer profesional,
el digno despliegue de nuestros sentimientos más nobles o, más aún, la delicada
entrega llena de ternura y afecto a quienes hemos querido de veras? Tenemos que
decir que no, que no es así aunque sean ciertas todas estas cosas que forman
parte de nuestra biografía con su tiempo y su lugar. La verdadera nostalgia que
palpita en nuestro corazón, es llegar a ese Dios que nos atrae y nos llama de
mil modos; llegar a esa tierra que para siempre y desde siempre Él ha querido
prepararnos; llegar al cielo en el que sin ansias ya ni ansiedad ninguna,
viviremos felices con el Señor para siempre junto a los que Él ama y nos dio
como compañía en el éxodo de nuestra travesía humana.
De esto nos da
una preciosa lección Moisés, san Moisés. Como explicaba bellamente santo Tomás
de Aquino, “la tristeza más auténtica es la nostalgia de un bien ausente”. El
bien por antonomasia del que tenemos infinita nostalgia es Dios mismo, como lo
tuvo Moisés. Y en Él tenemos nostalgia de todo lo hermoso y verdadero que aquí
en nuestra tierra hemos vivido, particularmente nuestro relación con las
personas que el Señor nos puso al lado como compañía para nuestro destino.
Celebramos la
misa del domingo en una capillita que nos dejaron los franciscanos que
custodian y mantienen ese emblemático lugar. Dimos gracias también por san
Moisés, santo al que ahora tenemos una especial devoción por su testimonio de
santidad humildemente humana. Y tras asomarnos al escenario espectacular desde
el balcón que sobre el Mar Muerto y el inmenso desierto de Judá, veíamos en la
lejanía y entre la bruma de un excesivo calor, los vergeles que contemplaron
los ojos de Moisés, vergeles que eran sólo anticipo del verdadero paraíso que
desde allí mismo él disfrutó.
+
Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo
de Oviedo
De este compartir, me quedo con la reflexión sobre Moisés. Parece a veces que Dios no "recompensa" nuestro esfuerzo, porque pensamos y sentimos desde una perspectiva demasiado humana. Espero que haya sido esta jornada, una más, un verdadero encuentro con el Dios que da sentido a todo lo que somos y hacemos. Patricia. Gijón
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