Misa en el Monte de las Bienaventuranzas |
Amaneció con
toda la luz que nos regala Galilea. El lago de Tiberíades parecía un espejo en
donde el cielo porfiaba volcarnos en él todos sus secretos. Y tamaño vuelco
aconteció hace dos mil años, cuando el cielo abrió sus puertas y vino a
contárnoslos el mismo Dios en la carne humana de su propio Hijo.
Llama la atención que un reducto de
espacio tan pequeño como es el extremo norte de este célebre lago que casi
parece un pequeño mar, allí se desenvolviese toda la primera parte del
ministerio de Jesús: palabras y enseñanzas, signos y milagros, llamada de los
discípulos. Le esperaba todo el mundo, pero Él se quedó en este rincón para
desde ahí poder contar y mostrar lo que había venido a traernos. El espacio de
toda la tierra, cabía en ese rincón. El tiempo de todos los siglos, se
concentró en aquellos tres años. Un misterio que desbarata nuestras agendas y
nuestras mediciones, nuestras estrategias con sus prisas y sus miedos. Jesús
tuvo su tiempo y marcó su espacio.
Monte de las Bienaventuranzas |
Escuchando las explicaciones de d. Jorge Juan Fernández Sangrador |
Ahí comenzábamos también nosotros
que dos mil años después hemos venido hasta aquí. Y la primera etapa fue un
lugar particularmente programático en toda la enseñanza del Señor. Subimos al
altozano que conmemora algunos metros más arriba el lugar donde Jesús pronunció
el Sermón de la montaña. Son sus conocidas bienaventuranzas,
esas ocho formas de felicidad que nos recuerda el evangelio de San Mateo (en
cinco las sintetizó Lucas). Celebramos en una capilla original, verdadera
catedral de la “hermana madre tierra”: las columnas, los árboles que nos
cobijaban dándonos su sombra; el retablo mayor, el lago de Tiberíades y las
colinas del fondo; la orquesta y el coro, el viento hermano que nos silbaba su
canción, junto al gorjeo de los pajarillos y el mimbrearse de las ramas y las
hojas. Comenzamos la Santa
Misa.
Era la fiesta del apóstol Tomás, el
mellizo. Con su nombre y su mote popular, allí estaría él también aquél día en
el que Jesús pronunció esa proclama bienaventurada. Ya la primera lectura nos
puso en nuestro sitio al decirnos: «¡Mirad, hermanos, quiénes habéis sido llamados! No hay
muchos sabios según la carne ni muchos poderosos ni muchos de la nobleza» (1 Cor 1, 26-31). Sí,
ahí estábamos nosotros como aquella muchedumbre la primera vez. Nuestra
presencia y la de ellos no se debía a una selección, al haber ganado un premio
en un concurso, o a tener algún mérito que hiciera valedor escuchar curiosos al
Maestro de moda. Estábamos con nuestras necesidades unos y otros, con nuestra
pobreza y pequeñez ante las cosas que verdaderamente nos importan y nos
desbordan desde el tram-tram cotidiano de lo hermoso y resultón o de lo
acorralante y mezquino.
El corazón de todo hombre y mujer,
de toda época, de todo sitio… ha tenido y tiene una inmensa sed de felicidad.
No tenemos otra exigencia más verdadera que palpite en el latido de nuestra
vida. Esa felicidad buscada por los caminos más auténticos y serenos o por los
senderos más equivocados y perdidos, es lo que nos define íntimamente a cada
cual. Y aquí venía el contraste con lo que Jesús propuso: a qué llamamos unos y
otros, en qué ciframos unos y otros… lo que es la felicidad. El Maestro galileo
entraba en danza entonces y siempre, con lo que el mundo señala como felicidad
y lo que Él proponía como bienaventuranza.
En este mundo tan querido y tan doliente a la vez, vemos que hay
tantas cosas bellas que nos llenan de esperanza y gratitud, pero también vemos
que está herido e inacabado. Los mil intentos de hacer un mundo bueno, justo,
bello y pacífico, se han topado con la dificultad de los fracasos derivados de
las pretensiones que ya denunciaba con ingenio Thomas S. Eliot al hablar de los
tres dioses que nuestro mundo actual hedonista y tramposo fomenta y exalta: el
dinero, el sexo y el poder. Es aquí donde se fragua la misión de salir al
encuentro con este mundo para anunciarle la Buena Noticia que
genere esperanza y esto es lo que hizo Jesús en esta orilla del lago de
Tiberíades. Pero Jesús se topó entonces, y en nosotros se topa ahora, con un
pulso no sencillo de deshacer: su manera de decirnos una felicidad que no
engaña, y la manera que tiene el mundo de imponernos la suya.
Hay llantos que no desesperan y hay risas que te suicidan; hay
tiranías que deshumanizan y hay persecuciones que nos dignifican; hay hambres y
sedes que no nos debilitan, y hay festines que nos matan y arruinan. Así
podríamos ir pasando por lo que las bienaventuranzas de Jesús han suscitado,
despertado y sostenido con paz, esperanza, alegría, y cuanto las
malaventuranzas del mundo han cosechado con sus corrupciones, sus violencias,
sus insolidaridades, sus desenfrenos e injusticias. Toda una lección en la que
cada cual se puede reconocer como un humilde discípulo mientras intuye que la
sabiduría de Jesús es la que realmente nos enseña la vida, o acaso ser
difidente de semejante Maestro y continuar dejándose arrastrar por el señuelo
del poder que nos esclaviza, por la trampa de un placer que tiene pronta la
caducidad y alta la tarifa, por la tentación del tener que con dinero torpe nos
hace ansiosos del consumo y la mentira.
Bienaventurados… Esta era la proclama de la verdadera y única
dicha. Quien lo ha escuchado lo sabe, quien lo ha vivido lo agradece, y quien
con gratitud así se hace sabio, no puede por menos que contarlo a los cuatro
vientos como testigo de la
Buena Noticia.
Mons. Jesús Sanz, en la iglesia del Primado de Pedro |
Mensa Christi |
Venerando la Mensa Christi |
Pero tuvimos dos visitas particularmente señeras aún. Primero fue
el llamado lugar del Primado de Pedro, donde a orillas de aquel mar, de nuevo
con redes vacías, Jesús y Pedro se encuentran de nuevo. El escenario era el
mismo, pero ¡cuánto había cambiado su conocimiento! No dirá ahora Pedro como
dijo la primera vez tras el milagro de los peces: vete, Maestro, márchate,
porque soy un pecador. Tres años después dijo lo contrario con una humildad que
se hacía confesión de fe y de amor: Tú lo sabes todo, Tú sabes que a pesar de
todo, yo te amo. Y de esa declaración nacería la confianza que Jesús en Pedro
deposita: apacienta mi rebaño. En esa misma orilla, también con nuestras redes
tantas veces vacías, Jesús nos las llena de vida y de esperanza. Entonces
volvemos a decir como Pedro, humildemente, que aunque llegamos a negarle tres y
más veces a Jesús, queremos volver a empezar sin cansarnos nunca de estar
empezando siempre: Él que sabe todo, sabe que también nosotros le amamos. De
allí nos fuimos al barco para atravesar el lago de Galilea. Era mediodía,
cuando las tormentas cotidianas hacen que comprendamos en carne propia, el
miedo y respeto con los que aquellos discípulos en semejante circunstancia
hicieron no pocas travesías. La zozobra del vaivén, el viento de cara y recio,
las olas que nos bañaron adentro… nos hizo escuchar como un relato nuevo,
aquella oración que los discípulos gritaron: no duermas, Maestro… sálvanos que
nos hundimos. Y a su voz poderosa la tormenta amainó por fuera o tal vez sólo
por dentro, para afrontar un temporal sin temor: no cambió la circunstancia,
sino tan sólo el modo de mirarla y de vivirla.
Renovación de las Promesas Matrimoniales en Caná de Galilea |
Mons. Jesús Sanz con los peregrinos, en Caná de Galilea. Renovación de las Promesas Matrimoniales |
Finalmente llegamos a Caná. Había boda y todos nosotros estábamos
invitados tantos siglos después. Aquellos se quedaron sin vino, como cualquiera
de nosotros en las bodas de nuestra vida. Y a través de María nos llegó el
primer milagro de Jesús. Hay un vino mejor que adquiere solera con el paso de
los años. Ese es el vino del verdadero amor, y fue el que renovaron los
matrimonios presentes volviéndose a decir que se quieren de verdad, para
siempre, abiertos a la vida, en la salud o enfermedad, en la pena o alegría. No
es bueno que el hombre esté solo, nos decía ya el Génesis. No es bueno porque
Dios, de quien somos imagen y semejanza, no es soledad sino relación amorosa de
tres Personas que se quieren: el eterno Amante (Padre), el eterno Amado (Hijo),
el eterno Amor (Espíritu Santo). En un momento de hondo respeto, también
rezamos conmovidos por aquellos que han perdido a ese ser amado por la muerte
del cónyuge. No es un vacío absurdo y mudo, pero sí una ausencia ardiente que
desea volver a escuchar tantas palabras y contemplar tantos gestos que se
dijeron de veras y eternamente. A esa eternidad de unas bodas que no acaban nos
emplazamos, para poder esperar con esperanza cristiana, el reencuentro en el
Señor con aquellos que hemos querido en ese cielo para siempre.
Mons. Jesús Sanz, en el Lago de Genesaret |
Fr.
Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo
de Oviedo
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