sábado, 4 de julio de 2015

Viernes, 3 julio de 2015. A la escucha del Maestro


Misa en el Monte de las Bienaventuranzas
 
Amaneció con toda la luz que nos regala Galilea. El lago de Tiberíades parecía un espejo en donde el cielo porfiaba volcarnos en él todos sus secretos. Y tamaño vuelco aconteció hace dos mil años, cuando el cielo abrió sus puertas y vino a contárnoslos el mismo Dios en la carne humana de su propio Hijo.

            Llama la atención que un reducto de espacio tan pequeño como es el extremo norte de este célebre lago que casi parece un pequeño mar, allí se desenvolviese toda la primera parte del ministerio de Jesús: palabras y enseñanzas, signos y milagros, llamada de los discípulos. Le esperaba todo el mundo, pero Él se quedó en este rincón para desde ahí poder contar y mostrar lo que había venido a traernos. El espacio de toda la tierra, cabía en ese rincón. El tiempo de todos los siglos, se concentró en aquellos tres años. Un misterio que desbarata nuestras agendas y nuestras mediciones, nuestras estrategias con sus prisas y sus miedos. Jesús tuvo su tiempo y marcó su espacio.
 
Monte de las Bienaventuranzas
Escuchando las explicaciones de d. Jorge Juan Fernández Sangrador
 

            Ahí comenzábamos también nosotros que dos mil años después hemos venido hasta aquí. Y la primera etapa fue un lugar particularmente programático en toda la enseñanza del Señor. Subimos al altozano que conmemora algunos metros más arriba el lugar donde Jesús pronunció el Sermón de la montaña. Son sus conocidas bienaventuranzas, esas ocho formas de felicidad que nos recuerda el evangelio de San Mateo (en cinco las sintetizó Lucas). Celebramos en una capilla original, verdadera catedral de la “hermana madre tierra”: las columnas, los árboles que nos cobijaban dándonos su sombra; el retablo mayor, el lago de Tiberíades y las colinas del fondo; la orquesta y el coro, el viento hermano que nos silbaba su canción, junto al gorjeo de los pajarillos y el mimbrearse de las ramas y las hojas. Comenzamos la Santa Misa.

            Era la fiesta del apóstol Tomás, el mellizo. Con su nombre y su mote popular, allí estaría él también aquél día en el que Jesús pronunció esa proclama bienaventurada. Ya la primera lectura nos puso en nuestro sitio al decirnos: «¡Mirad, hermanos, quiénes habéis sido llamados! No hay muchos sabios según la carne ni muchos poderosos ni muchos de la nobleza» (1 Cor 1, 26-31). Sí, ahí estábamos nosotros como aquella muchedumbre la primera vez. Nuestra presencia y la de ellos no se debía a una selección, al haber ganado un premio en un concurso, o a tener algún mérito que hiciera valedor escuchar curiosos al Maestro de moda. Estábamos con nuestras necesidades unos y otros, con nuestra pobreza y pequeñez ante las cosas que verdaderamente nos importan y nos desbordan desde el tram-tram cotidiano de lo hermoso y resultón o de lo acorralante y mezquino.

            El corazón de todo hombre y mujer, de toda época, de todo sitio… ha tenido y tiene una inmensa sed de felicidad. No tenemos otra exigencia más verdadera que palpite en el latido de nuestra vida. Esa felicidad buscada por los caminos más auténticos y serenos o por los senderos más equivocados y perdidos, es lo que nos define íntimamente a cada cual. Y aquí venía el contraste con lo que Jesús propuso: a qué llamamos unos y otros, en qué ciframos unos y otros… lo que es la felicidad. El Maestro galileo entraba en danza entonces y siempre, con lo que el mundo señala como felicidad y lo que Él proponía como bienaventuranza.

En este mundo tan querido y tan doliente a la vez, vemos que hay tantas cosas bellas que nos llenan de esperanza y gratitud, pero también vemos que está herido e inacabado. Los mil intentos de hacer un mundo bueno, justo, bello y pacífico, se han topado con la dificultad de los fracasos derivados de las pretensiones que ya denunciaba con ingenio Thomas S. Eliot al hablar de los tres dioses que nuestro mundo actual hedonista y tramposo fomenta y exalta: el dinero, el sexo y el poder. Es aquí donde se fragua la misión de salir al encuentro con este mundo para anunciarle la Buena Noticia que genere esperanza y esto es lo que hizo Jesús en esta orilla del lago de Tiberíades. Pero Jesús se topó entonces, y en nosotros se topa ahora, con un pulso no sencillo de deshacer: su manera de decirnos una felicidad que no engaña, y la manera que tiene el mundo de imponernos la suya.

Hay llantos que no desesperan y hay risas que te suicidan; hay tiranías que deshumanizan y hay persecuciones que nos dignifican; hay hambres y sedes que no nos debilitan, y hay festines que nos matan y arruinan. Así podríamos ir pasando por lo que las bienaventuranzas de Jesús han suscitado, despertado y sostenido con paz, esperanza, alegría, y cuanto las malaventuranzas del mundo han cosechado con sus corrupciones, sus violencias, sus insolidaridades, sus desenfrenos e injusticias. Toda una lección en la que cada cual se puede reconocer como un humilde discípulo mientras intuye que la sabiduría de Jesús es la que realmente nos enseña la vida, o acaso ser difidente de semejante Maestro y continuar dejándose arrastrar por el señuelo del poder que nos esclaviza, por la trampa de un placer que tiene pronta la caducidad y alta la tarifa, por la tentación del tener que con dinero torpe nos hace ansiosos del consumo y la mentira.

Bienaventurados… Esta era la proclama de la verdadera y única dicha. Quien lo ha escuchado lo sabe, quien lo ha vivido lo agradece, y quien con gratitud así se hace sabio, no puede por menos que contarlo a los cuatro vientos como testigo de la Buena Noticia.

Mons. Jesús Sanz, en la iglesia del Primado de Pedro

Mensa Christi
Venerando la Mensa Christi

Pero tuvimos dos visitas particularmente señeras aún. Primero fue el llamado lugar del Primado de Pedro, donde a orillas de aquel mar, de nuevo con redes vacías, Jesús y Pedro se encuentran de nuevo. El escenario era el mismo, pero ¡cuánto había cambiado su conocimiento! No dirá ahora Pedro como dijo la primera vez tras el milagro de los peces: vete, Maestro, márchate, porque soy un pecador. Tres años después dijo lo contrario con una humildad que se hacía confesión de fe y de amor: Tú lo sabes todo, Tú sabes que a pesar de todo, yo te amo. Y de esa declaración nacería la confianza que Jesús en Pedro deposita: apacienta mi rebaño. En esa misma orilla, también con nuestras redes tantas veces vacías, Jesús nos las llena de vida y de esperanza. Entonces volvemos a decir como Pedro, humildemente, que aunque llegamos a negarle tres y más veces a Jesús, queremos volver a empezar sin cansarnos nunca de estar empezando siempre: Él que sabe todo, sabe que también nosotros le amamos. De allí nos fuimos al barco para atravesar el lago de Galilea. Era mediodía, cuando las tormentas cotidianas hacen que comprendamos en carne propia, el miedo y respeto con los que aquellos discípulos en semejante circunstancia hicieron no pocas travesías. La zozobra del vaivén, el viento de cara y recio, las olas que nos bañaron adentro… nos hizo escuchar como un relato nuevo, aquella oración que los discípulos gritaron: no duermas, Maestro… sálvanos que nos hundimos. Y a su voz poderosa la tormenta amainó por fuera o tal vez sólo por dentro, para afrontar un temporal sin temor: no cambió la circunstancia, sino tan sólo el modo de mirarla y de vivirla.
Renovación de las Promesas Matrimoniales en Caná de Galilea

Mons. Jesús Sanz con los peregrinos, en Caná de Galilea. Renovación de las Promesas Matrimoniales
 

Finalmente llegamos a Caná. Había boda y todos nosotros estábamos invitados tantos siglos después. Aquellos se quedaron sin vino, como cualquiera de nosotros en las bodas de nuestra vida. Y a través de María nos llegó el primer milagro de Jesús. Hay un vino mejor que adquiere solera con el paso de los años. Ese es el vino del verdadero amor, y fue el que renovaron los matrimonios presentes volviéndose a decir que se quieren de verdad, para siempre, abiertos a la vida, en la salud o enfermedad, en la pena o alegría. No es bueno que el hombre esté solo, nos decía ya el Génesis. No es bueno porque Dios, de quien somos imagen y semejanza, no es soledad sino relación amorosa de tres Personas que se quieren: el eterno Amante (Padre), el eterno Amado (Hijo), el eterno Amor (Espíritu Santo). En un momento de hondo respeto, también rezamos conmovidos por aquellos que han perdido a ese ser amado por la muerte del cónyuge. No es un vacío absurdo y mudo, pero sí una ausencia ardiente que desea volver a escuchar tantas palabras y contemplar tantos gestos que se dijeron de veras y eternamente. A esa eternidad de unas bodas que no acaban nos emplazamos, para poder esperar con esperanza cristiana, el reencuentro en el Señor con aquellos que hemos querido en ese cielo para siempre.
Mons. Jesús Sanz, en el Lago de Genesaret
 

 

Fr. Jesús Sanz Montes, ofm

Arzobispo de Oviedo

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