Los peregrinos, en la iglesia del Buen Pastor de Jericó |
Subir a Jerusalén… Este es uno de los estribillos que San Lucas
nos presenta para contarnos el relato de su evangelio. Todo va sucediendo según
se sube a Jerusalén, como en una larga crónica o diario de viaje donde se van
anotando palabras, escenas, encuentros, signos y milagros. Es la vida misma con
todos sus registros la que ahí va apareciendo desde la mirada y los labios de
Jesús cuando sus ojos ven lo que tiene delante y su palabra susurra una
esperanza distinta.
Hicimos el
descenso tremendo desde Ammán hasta el Río Jordán de nuevo, constándonos casi
tres horas superar los trámites de la aduana jordano-israelí, con algún
episodio que es mejor olvidar. Pero la vida también está hecha de momentos
ingratos en donde el nerviosismo de un funcionario o una funcionaria, si además
del miedo y amenazas que por estos lares se gastan por los continuos atentados
terroristas, se da que alguno de ellos tengan prepotencia, entonces está
servida la humillación a la que te someten sin que puedas hacer casi nada. Pero
bueno, vale la pena olvidar lo que no vale la pena: se ofrece a Dios y no
dejamos que nos robe un instante la paz ni la sonrisa. Es inmensamente más
grande lo que aquí estamos viviendo, viendo y recibiendo, que una anécdota
desagradable que no puede empañar la gracia de estos días.
Una vez ya en el
territorio israelí, hicimos una pequeña parada para llegar al Mar Muerto. Lo
vimos hace dos días desde la atalaya del Monte Nebo. Ahora tocaba acercarse,
meterse en él y experimentar ese baño de gran densidad salina en el punto más
bajo de la Tierra. Se le llama Mar Muerto porque en él no cabe la vida. Tan
sólo el agua y los minerales de diverso tipo. Pero también es Mar Muerto porque
se está muriendo cada día. Nos decían que cada año baja un metro toda su
capacidad por diversos factores. Si no se interviene para evitarlo en lo que de
los hombres depende (y algo depende de ellos esta disminución tan progresiva),
en muy pocos años hablaremos del Mar Muerto como una sima vacía recubierta de
sal.
Pensé en la responsabilidad que tenemos ante la
Creación que Dios ha querido confiarnos, tal y como nos acaba de recordar el
Papa Francisco en su encíclica “Laudato sii”. Formamos parte de un sueño de Dios, fuimos eternamente pensados y queridos
por Él como criaturas distintas de una creación bella y bondadosa. Dice
Francisco conmovido: “¡Qué maravillosa certeza es que la vida de cada persona
no se pierde en un desesperante caos, en un mundo regido por la pura casualidad
o por ciclos que se repiten sin sentido! El Creador puede decir a cada uno de
nosotros: «Antes que te formaras en el seno de tu madre, yo te conocía» (Jr 1,5).
Fuimos concebidos en el corazón de Dios, y por eso «cada uno de nosotros es el
fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es
amado, cada uno es necesario»” (LS 65).
Pero
tenemos tal interdependencia que no podemos cuidar o destruir lo que nos rodea
sin que eso afecte al resto de la creación: “Dios nos ha unido tan estrechamente
al mundo que nos rodea, que la desertificación del suelo es como una enfermedad
para cada uno, y podemos lamentar la extinción de una especie como si fuera una
mutilación” (LS 89). Cuidar y proteger esa casa común, más allá de los intereses
económicos, políticos, consumistas, es un modo de salir al encuentro de los
hombres más pobres: “Dios creó el mundo
para todos. Por consiguiente, todo planteamiento ecológico debe incorporar una
perspectiva social que tenga en cuenta los derechos fundamentales de los más
postergados… Dios ha dado la tierra a todo el género humano para que ella sustente
a todos sin excluir a nadie ni privilegiar a ninguno” (LS 93).
Ante
el Mar Muerto que se sigue muriendo, dilatamos nuestra mirada para contemplar
esta casa común en la que Dios quiere que vivamos esa “ecología integral”: amar
a Dios y lo que Dios ama, cuidar de los seres que nos rodean empezando por las
personas humanas, y entre éstas las que pueden estar más necesitadas.
Mientras
se iban secando el pelo los que se zambulleron en el agua mullida de este Mar
zalamero con sus barros y lodos, su calma sin olas, su flotador de sal, nos
dirigimos a Jericó la gran ciudad. Un verdadero cruce de caminos, parada
obligada de caravanas que hacían todas las rutas comerciales con la seda y las
especias. Es la ciudad más antigua del mundo con más de diez mil años de
historia. Está situada en la Cisjordania cananea y representa todo un vergel
que se levanta enhiesto en medio de un desierto abrasador de tierras quemadas y
rocas en la montaña calcinadas.
En la iglesia de Jericó |
Mons. Jesús Sanz, junto con el Vicario General de la diócesis, d. Jorge Juan Fernández Sangrador |
Jericó
nos trajo dos momentos que recordamos: Zaqueo y Bartimeo. Son dos historias
bien distintas y sin embargo tienen un hilo conductor común: que eran ciegos
aunque de distinta manera. Zaqueo era ciego por su amistad con las tinieblas de
sus fechorías oscuras, injustas, pendencieras, insidiosas. Posiblemente era el
más odiado de la ciudad, cuyo odio contenido con la envidia no logró mover un
centímetro ni conmover un instante el desastre de su vida tan perdida. Su baja
estatura le hizo subirse a un sicómoro y encaramado en sus ramas ver a Jesús
que pasaba. Seguro que al Maestro le habían advertido de la pieza de museo que
era Zaqueo, y de cómo su insolidaria fechoría hacía de él alguien non grato en toda aquella ciudad.
Al
pasar Jesús y su comitiva, alguien le avisaría al Maestro que el de aquella
rama era el famoso Zaqueo. Podemos imaginarnos la escena: se paran, le mira y
le dice aquello de “baja pronto, porque conviene que hoy me quede contigo... hoy ha entrado la salvación a esta casa”
(Lc 19,1-10). Y en aquella cena la
vida de aquel hombre cambió por un encuentro que no figuraba en su agenda de
aquel día. Jesús no hablaba de promesas, de estrategias y planes, de
programas... futuros. El decía: ya, ahora, hoy es tiempo de buenas noticias. Así fue con Zaqueo. Así cuando le
dice al buen ladrón, Dimas: “yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc 23,43).
La
catequesis de los primeros cristianos, la que hace Lucas con Teófilo, no
consiste en contar cosas de Jesús; no era un recuento anecdótico, sino la
transmisión de una Palabra y una Presencia ¡vivas! Y por eso sufrieron cárceles
como la de Pablo, por afirmar ante Festo y el rey Agripa que “un tal Jesús, ya
difunto, él se empeña en sostener que está vivo” (Hch 25,19); o sufrirán martirios como Esteban, y Pedro y los
primeros discípulos.
Sólo
podré entender a Jesús, sólo podremos alegrarnos de su anuncio, si éste nos
trae una salvación real para nuestras prisiones, pobrezas y cegueras reales.
Tendremos que reconocer, sin maquillaje ni ignorancias culpables, cuáles son
las cosas que nos esclavizan, las que nos empobrecen y ciegan. Aguantar el
tirón y el vértigo de que no todo es tan libre, ni tan autosuficiente, ni tan
claro como nos creemos o nos hacen creer. Pero en el realismo de nuestras
dificultades cotidianas, allí donde brotan los barrotes que esclavizan, los
consumos que empobrecen nuestro corazón, las oscuridades que nos ciegan, allí
es donde somos convocados para escuchar el hoy de nuestra salvación, el hoy de nuestra libertad, de nuestra
alegría y de nuestra luz. Somos llamados al abrazo de Dios en su hoy, y a prolongarlo desde nuestra
comunidad cristiana, desde nuestro hogar, desde nuestro corazón, para que los
cautivos de hoy, los pobres de hoy y los ciegos de hoy, puedan experimentar
otra historia, otro “hoy” que sepa a buena noticia, a evangelio. Para que aquel
“hoy” de hace dos mil años, sea también tan actual para nosotros, como presente
está Dios entre nosotros.
Peregrinos asturianos, en Jericó |
Bartimeo
tenía otro tipo de ceguera. Nunca había visto la luz, pero no podía renunciar a
ella. Jamás había visto los colores, pero no se podía resignar al color negro
de quien no ve nada en la vida. Tenía nostalgia de esa luz que jamás había
visto. Jesús y los discípulos estaban ya saliendo de esa Jericó bellísima, fértil y amable, acaso también
tentadora para quedarse allí y ahorrarse así la tragedia que a Jesús le
esperaba si continuaba su viaje hacia Jerusalén. Pero aquella belleza ni
siquiera constituía una tentación al ciego Bartimeo. Sus ojos cerrados le
tenían allí postrado al borde del camino pidiendo limosna. Invidente y
mendicante, sin luz y sin hacienda, orillado en el sendero. Debió escuchar más
jaleo del usual y preguntando qué pasaba o quién pasaba, le respondieron que
era Jesús. Entonces él comenzó a gritar: “Hijo de David, ten compasión de mí”.
Debió hacerlo con tanta fuerza e insistencia que llegó a molestar a algunos del
cortejo de Jesús.
Bartimeo,
que no podía andar a causa de su ceguera física y que le tenía allí postrado y
limosnero, tenía más luz interior que bastantes de los que acompañaban al
Señor. Un ciego que no puede andar y unos viandantes con ceguera en el corazón.
No se debe censurar el grito de la vida. Es el grito de quien sabe que ha
nacido para ver y para andar, y no acepta una resignación imperativa de tener
que contentarse con limosnas inmóviles. La creación entera grita gemidos de
parto, dice la carta a los Romanos, indicando que en la historia de los hombres
no todo es bello, ni bueno, ni justo, ni verdadero. Y entonces la misma
creación se resiente, se rebela, y de mil modos grita a través de los hambrientos
de todas las hambres, a través de los invidentes de tantas cegueras y a través
de quienes sufren ataduras en su libertad o en su corazón. Todos estos gritos
desafinan, molestan, crean conmoción. La tentación siempre es la de acallarlos,
la de censurarlos en algún sentido. ¿Quién tuviera los oídos de Dios para
escuchar tantos gritos y responderlos adecuadamente?
En el río Jordán, renovando las promesas bautismales |
En el camino de Jericó, porque
pasaba Jesús, Bartimeo no dejó de gritar, y cada vez más fuerte, como quien
dice a su modo urgente e intempestivo que lo suyo no debe perpetuarse, que no
ha nacido para eso. La vida amordazada, acorralada, mutilada o censurada... no
dejará de gritar y de gritarse. “Jesús, Hijo de David, ten compasión de mi”, es
la oración de todos los pobres y sencillos que han querido alguna vez
levantarse de sus cegueras y de sus forzosas postraciones. Jesús le curó
alabando su fe y Bartimeo se levantó y lo siguió como discípulo. Había
encontrado la Luz y abandonó su ceguera; había hallado el Tesoro y dejó de
pedir limosna; había encontrado el sentido de la vida, y se puso a caminarlo,
abrazado a Aquel que es Camino y con nosotros Caminante.
El grupo de peregrinos, en la iglesia de Betania |
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Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo
de Oviedo
Cuántas veces cada uno de nosotros estamos ciegos, cerrados a la Luz que quiere entrar en nuestro corazón e iluminar toda nuestra vida. Cuántas veces también nos ahorraríamos, si fuera posible, la subida a Jerusalén, para abrazar las pequeñas o grandes cruces que la vida nos va poniendo en el camino. Le pido al Señor para ese grupo y para quienes queremos seguir a Jesús sin muchas ataduras, que esta peregrinación vaya dando sus frutos. Patricia. Gijón
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