En Cesárea de Filipo |
Era sábado,
Sabbat, día de descanso. Aquel Dios hacendoso que hizo las cosas diciéndolas,
viendo luego lo bueno y bello que había salido de sus labios y sus manos
creadoras, nos dejó esa lección tan llena de humanidad: descansó. No es un
descanso que consiste en no hacer nada, sino el que te permite volver a lo que
es importante, esencial, a eso que deberías amar en serio y no siempre amas,
cuanto debería contar con una dedicación y una gratitud que no siempre
encuentran en nosotros. Descansar para eso que da gloria a Dios y bendice a
cuantos Él ha puesto cerca. Eso sí que nos devuelve un auténtico descanso del
cuerpo y del alma.
La primera visita del día fue ir
hasta Banias, una zona de montaña en los Altos del Golán con bosques, cascadas
y manantiales, cerca de donde se encontraba Cesarea de Filipos. El paraje es de
una gran belleza, y el agua cristalina es una de las fuentes del río Jordán. El
nombre de este río tan emblemático significa precisamente “el que baja”, es
decir, el que desde las cumbres nevadas se va haciendo arroyo, río, que va
desde la altura más notable de estos lares (Monte Hermón, 2814 mts.) hasta el
punto más bajo de la tierra (mar Muerto, 417 mts. por debajo del nivel del
mar). Este enclave entre Israel, Líbano y Siria, fue el escenario de un
encuentro entre Jesús con los discípulos cuando les hizo una pregunta que vale
como el gran examen de la vida: “¿quién dice la gente que es el Hijo del
hombre?... y vosotros ¿quién decís que soy yo?” (Mt 16, 13-19).
Es interesante cómo en ese agradable rincón, Jesús les hace
descansar y les sonsaca con una pregunta genérica lo que han oído decir aquí y
allá sobre Él. Es una especie de encuesta estadística que recaba la opinión de
otros. Y los discípulos fueron diciendo lo que cada uno había oído. Pero llega
un momento en el que esa confesión no puede ser prestada de otros, cuando no es
el sondeo ajeno lo que a cada uno se nos espeta, sino nuestra propia
experiencia personal fruto de una quimera abstracta o de un encuentro
verdaderamente real. No es suficiente saber lo que otros dicen de Jesús, sino
que se me reclama lo que yo puedo decir sobre Él… sin préstamos
descomprometidos como si tan sólo yo pudiera relatar la idea o la experiencia
de otros y no tener ninguna mía personal.
Pedro entonces tomó la palabra para hacer una confesión personal
sobre el Maestro, aunque no tenía la medida de su ingenio ni era fruto de una
particular inteligencia avispada, sino que se dejó mover por la gracia de Dios
que en él ponía verdad y sabiduría. “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”
(Mt 16, 16). Entonces Jesús le alabó a Pedro por su respuesta, y seguro que se
puso ancho, muy ancho, ante la mirada curiosona de los demás discípulos.
Era el momento de nuestra peregrinación para hacer la renovación
de nuestra fe, de esa confesión personal como si fuera una confirmación otra
vez parecida al día en el que fuimos confirmados. Otros profesaron la fe por
nosotros cuando fuimos bautizados, pero ahora se nos pide ese gesto de madurez
pudiendo decir cada uno la fe que profesamos. Quizás entonces aparece nuestra
poca fe, nuestra fe demasiado sin cultivar, una fe que no abraza toda la vida,
y que no representa el horizonte último desde el que yo vivo cada cosa que me
sucede dentro de mi corazón o en los alrededores de mis días. Pero renovamos la
fe recitando con sencillez el credo de la Iglesia. En ese rincón
bellísimo y fresco, amparados por la sombra de unas higueras y escuchando el
murmullo saltarín de aquellas aguas tan puras, dijimos cada uno quién es Jesús
para él recitando dos mil años después el credo de los cristianos.
En la iglesia de Naim |
Naim fue el siguiente destino en el periplo de nuestra
peregrinación. No suele ser habitual en los programas de las agencias acercarse
a este pequeño lugar, donde todos sus habitantes son musulmanes. Queda enhiesta
la iglesita que están restaurando los franciscanos como un precioso monumento
de una escena, una de tantas, en las que Jesús no pasó de largo de una
situación que pedía su mirada, su palabra o su silencio. Y fue en Naim donde el
Maestro se topó con una comitiva inevitable en la vida de la gente: iban a
enterrar a un joven, hijo único, y su madre viuda iba con todo su llanto. Eran
lágrimas por lo que en ese momento perdía al despedir a su hijo fallecido. Pero
también sus sollozos irían al imaginar lo que no encontraría al quedar viuda y
sin hijos, que en aquella cultura oriental era como firmar un acta social de
repudio.
A Jesús le acompañaban los discípulos y un grupo importante de
gente que sin mayor compromiso no querían perderse las palabras que habían
escuchado a este Maestro tan distinto y diferente en Israel. A la viuda también
la acompañaba una gran muchedumbre. Ambas comitivas se cruzan. Jesús y aquella
madre cruzaron sus miradas. El Señor entendió que se trataba de un zarpazo en
el corazón de aquella mujer e intervino como sólo Dios lo puede hacer: resucitó
al joven, y él incorporándose comenzó a hablar. Es de subrayar no tanto la
resurrección del muchacho (llegará un momento en que se volverá a morir y no
vendría Jesús para devolverle de nuevo la vida), sino la entraña que trasluce
Jesús en el cruce de caminos en el que Él pasa ante nosotros. Su ternura
misericordiosa hace que su corazón no resulte aprovechado hacia el vulnerable
sentimiento de alguien necesitado. Sencillamente sale al encuentro y habla o
actúa, para indicar con ese gesto que Dios no es intruso, ni huraño, sino una
dulce compañía capaz de estar a mi lado con su acostumbrada discreción y
cortesía.
Basílica de la transfiguración, en el Monte Tabor |
Finalmente fuimos al monte Tabor. Ya divisábamos desde Naim ese
altozano que se eleva en la gran llanura del valle Jezreel en la Baja Galilea. Sus
575 mts. apuntan simplemente a una altura humilde pero que destaca como una
llamada de atracción en medio del valle y su planicie. Las alturas son reclamos
en las distintas tradiciones religiosas para poder encontrarse con Dios. Y es
que hay cosas en nuestros asuntos cotidianos que sólo desde la altura se pueden
contemplar en su verdad y belleza precisas, como quien toma una bondadosa perspectiva.
Cuántos momentos nos han hecho daño o han sido inútiles y estériles,
sencillamente porque la inmediatez de su suceso nos robaba el horizonte desde
el que poder contemplarlo con libertad y gratitud.
Jesús tomó a los tres discípulos más cercanos e íntimos, Juan,
Pedro y Santiago, y subió con ellos al monte Tabor. La sinuosa ascensión nos va
remontando en sus 21 curvas cerradas marcando el zig-zag que nos lleva a la
plataforma de su amplia cima. Allí Jesús les mostró toda su luminosidad divina,
como a esos tres discípulos les mostrará en otra ocasión toda su oscuridad
humana. Estos dos momentos del Señor: la luz transfigurada en el Tabor y la
oscuridad opaca en el huerto de Getsemaní, son toda una lección de vida también
para nosotros como cristianos y discípulos tantos siglos después.
En el Tabor se oyó la voz del Padre que declaraba que su Hijo era
su palabra última y mejor, la palabra del Hijo predilecto y bienamado, la
palabra que nos vino a susurrar de tantos modos, la palabra que era preciso
saber escuchar. Una palabra acampada como tienda (tal y como nos dice el
prólogo de San Juan) en el campo de nuestras contiendas, que como una luz
hostil a las tinieblas ha venido a iluminar nuestro camino y todas sus etapas.
Escuchar a Dios cuando Él habla y también cuando Él calla, porque palabra y
silencio son dos maneras con las que el Señor nos comunica su mensaje y su
secreto. No hay nada que no pueda Él acompañar, sea cual sea nuestra necesidad
de que alguien nos diga algo o sea cual sea nuestra necesidad de que nos dejen
silenciosos en paz. Pero Dios sencillamente nos acompaña, se pone a nuestro
lado, tanto en los momentos más luminosos para que la luz no nos engría, como
en las situaciones más oscuras para que su penumbra no termine desesperándonos.
Interior de la Basílica de la Transfiguración |
Lo decíamos todos nosotros también: ¡qué bien se está aquí! Pero
como sucedió con aquellos tres discípulos, no cabía congelar ese precioso
instante en un bello lugar construyendo tres tiendas al margen de lo que abajo
del monte estaba esperando. Había que bajar con la transfiguración en el alma y
en la mirada, para contar sin palabras de mil modos que Dios tiene una luz y
una paz, infinitamente más grandes que nuestras claridades u oscuridades
juntas. Transfigúrame, Señor, transfigúrame. Te lo pido en la montaña, aquí en
el Monte Tabor.
El grupo de peregrinos, con Mons. Jesús Sanz, en el interior de la Basílica de la Transfiguración, en el Monte Tabor |
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Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo
de Oviedo
Me quedo de este compartir suyo, con la visita al Monte Tabor. Estar ahí con el Señor, con su compañía y su fuerza transformadora, con el reto de volver a "bajar a la vida cotidiana" pero de otra manera. Confesar con la misma fuerza que Pedro, que Jesús es el único y principal Señor de nuestras vidas. Toda una meditación para el camino de seguimiento que cada uno estemos viviendo.
ResponderEliminarUna gozada. Patricia. Gijón