Mons. Jesús Sanz, ante la escalera por la que bajó Jesús después de la cena a Getsemaní |
Iglesia de la Visitación |
No faltó ayer la renovación de nuestro bautismo. Era justo lo
último antes de subir a Jerusalén. En el lugar más verosímil del bautismo del
Señor, nosotros renovamos el nuestro. Los allí presentes con la edad de
nuestros respectivos años, estábamos con el relato real de nuestra historia
humana y cristiana. Y el inicio de ambas coincidieron casi en el tiempo con el
bautismo que recibimos muy pequeños casi después de nacer. Allí había una
historia todavía no escrita y al mirar hacia atrás uno se sorprende por los
vericuetos que nos ha llevado la Providencia y la vida, lo cual era impensable
ni siquiera intuible en el momento de ser hechos cristianos. Por eso, al
renovar el bautismo como hacemos en la noche de Pascua, pronunciamos las
renuncias a una vida que no es cristiana y que nos arruina el maligno, y
confesamos la fe de la Iglesia recitando el credo. Momento de volver a
comenzar, poniéndonos con una conciencia que el día de nuestra bautismo no
teníamos, para desear y querer vivir las cosas como verdaderos cristianos.
Este día ha
tenido básicamente un encuadre que nos conduce al comienzo de la historia
humana de Dios. En primer lugar fuimos a Ain Karem para hacer memoria de la
visitación de María a su prima Isabel. Ahí encontramos una escena en la que
Dios nos deja traslucir su insólito plan para venir a salvarnos. Y es que a
Dios le encanta lo pequeño. “Dios ha mirado
la pequeñez de su sierva” (Lc 1,48), dirá María. Ya lo profetizó Miqueas
cuando veía en Belén, pequeña entre las aldeas de Judá, la puerta por donde
saldría el Salvador de Israel (Cfr. Miq 5,2).
María
posibilitó que se cumpliesen todas las profecías, todos los deseos de los
hombres, todas las aspiraciones nobles y verdaderas del corazón de la
humanidad. El cumplimiento fue Jesucristo. Sin embargo, inútilmente buscaremos
a María en las galerías de la fama, en los ghettos del poder romano, en la
jet-set de entonces, o en los círculos intelectuales griegos. Y a pesar de esta
falta de notoriedad, María ha sido el ser humano más decisivo, quien ha
posibilitado que junto a la historia del terror, de la injusticia, de la
violencia, de la mentira, junto a esa historia de pecado y perdición, pudiera
completarse otra: la historia de la bondad, de la justicia y la paz, de la
ternura y misericordia, de la verdad y el amor, la historia de la gracia y la
salvación.
Peregrinos asturianos en Galli Cantu |
Subimos
hasta la iglesia de la Visitación despacio, a primeras horas de la mañana en
esa zona montañosa de Judá. Íbamos rezando el rosario, ofreciendo cada misterio
por diversas intenciones: las madres gestantes, las madres que han abortado,
las madres que han dado a luz, las madres que fueron ya llamadas por el Señor,
la familia y sus retos…
Sobre María recae la 1ª bienaventuranza,
que Lucas pone en labios de Isabel indicando porqué será dichosa para siempre:
“Dichosa tú, porque has creído” (Lc 1,45). La bienaventuranza de María se
alimenta en su confianza ilimitada en el Señor, en haberse dejado amar, escoger
y enviar por el Señor. Por eso Jesús situará la grandeza de María, ante un
espontáneo piropo que le hace una mujer del pueblo, no en primer lugar en la
maternidad divina, sino en lo que hizo posible ésta: “dichoso el seno que te
llevó y los pechos que te criaron. Pero él repuso: dichosos los que oyen la
Palabra de Dios y la guardan” (Lc 11,27-28). Y esto es lo que hizo María. Por
eso todas las generaciones la llamamos bienaventurada (Cf. Lc 1,48).
La
2ª confesión de Isabel hacia su prima es: “porque lo que te ha dicho el Señor
se cumplirá” (Lc 1,45). La escucha que hace María de la Palabra de Dios, la
acogida de su designio y misión, no es una aventura vacía y absurda. Ella
prestará su oído y corazón a Alguien que cumple sus promesas, a Alguien que no
engaña ni manipula, a Alguien que toma en serio la felicidad humana y no
trafica con ella para obtener votos tramposos o consumos materialistas.
Los peregrinos, ante el lugar del nacimiento de San Juan Bautista |
Sólo
quien no censura sus preguntas y no maquilla sus esperas, quien las vive a la
intemperie, se llena de asombro ante el abrazo de Dios que se hace respuesta,
visita, promesa cumplida. Hay muchas preguntas, muchas esperas colgando en el
aire de nuestro tiempo. ¿Tendremos fe y confianza los cristianos para escuchar
la Palabra de Dios, acoger sus promesas siempre cumplidas y consentir que Dios
nos llene de su gracia, como María? Habría
que salir con prisa a las montañas de la historia actual, para saludar a los
hombres con palabras de Vida, de paz y de bondad, con Palabras hechas carne de
amor y amistad. Sin duda que, siendo portadores y portavoces de esa Vida,
Dios-en-nosotros, tantas cosas, tantos sueños y esperanzas, que están
escondidas, dormidas, sepultadas tal vez, en el corazón de la gente, saltarían
de gozo como saltó la criatura que Isabel llevaba en su seno ante la visita de
una María habitada por Dios.
Todos hemos oído
tantas veces ese relato en donde dos mujeres, una estéril y otra virgen, se
encuentran cara a cara siendo ambas testigos de un milagro. Que donde la vida
no cupo jamás o donde no cabía todavía, de pronto llamó a la puerta con toda su
luz, con toda su fuerza, como irrumpen así las cosas divinas.
Esto
se le dijo a María, como recordamos en Nazareth: mira a tu prima Isabel. Ella,
la que era señalada con escarnio como “la estéril”, estaba ya de seis meses
gestando a Juan Bautista. Y María fue a ver, fue a mirar, no como quien
curiosea picada por el morbo de una increíble noticia, no como quien quiere
comprobar embargándole la duda secreta, ni siquiera simplemente como quien va a
echar una mano a quien esperaba un hijo en avanzada edad. María fue hasta
Isabel para reconocer algo mucho más grande: el milagro de cómo Dios hace cosas
posibles lo que a los hombres nos resulta tantas veces imposible. Isabel esperaba
a Juan el Bautista. María esperaba a Jesús. Ambas eran testigos de esa
posibilidad de Dios que llega en la hora moza o en la postrera. Pero en
cualquier caso, era el momento convenido en el tiempo de Dios, cuando llegó su
hora, en la plenitud del prometido y esperado acontecimiento.
Dios siempre nos espera y tiene a punto el reloj para
ofrecernos el don de mirar las cosas en la gracia de su tiempo. Siempre tenemos
que estar atentos a las palabras de Dios, a sus guiños y a su constante
compañía. Él siempre está, y nos habla de mil modos, y se nos ajunta en
cualquier circunstancia. ¡Si tuviéramos oídos para escuchar, corazón para
acoger, y ojos para verle continuamente pasar! ¡Sí, si tuviésemos ojos para ver
pasar a Dios, reconociendo sus correteos cuando se nos aviene como el Padre de
la parábola del hijo pródigo, o sus pausas para esperarnos cuanto otea en
lontananza nuestro regreso humillado y cansino!
Mons. Jesús Sanz con los peregrinos, en la gruta de los pastores en Belén |
El resto del día
fue dedicado a Belén. Las majadas de los pastores a quienes el ángel anunció la
Buena Nueva y la cueva en donde nació el Salvador. Aquél “hoy” que les fue
dicho a los pastores (“hoy os ha nacido el Salvador”), se convierte en la fecha
que coincide con la edad de cada cual, en este momento, en nuestra
circunstancia. Porque habría que hacer o decir tantas cosas, que uno no sabría
justamente por cuál comenzar. Pero el nuevo inicio debe parecerse al que Dios
mismo optó para venir a decírnoslo todo, lo más importante y lo más trivial que
permitiera que creciésemos personalmente, entre nosotros y ante Él. Hemos de asomarnos
a la opción de Dios cuando decidió devolvernos a su paraíso perdido sacándonos
de tantos de nuestros paraísos de perdición.
Así fue la escena. Era joven aquella mujer, primeriza mamá. Tenía
en sus brazos a su recién nacido, al que amamantaba, al que acariciaba, al que
decía ternuras mientras miraba sus ojitos de bebé. ¿Qué canción de cuna le
cantaba María a aquel pequeño? Y es que… Aquel a quien estrechaba contra su
pecho, era el hijo de sus entrañas y era al mismo tiempo Dios.Aparentemente no había cita
previa, sino tan sólo el cumplimiento del tiempo de Dios que desde hacía siglos
venía avisando que iba a nacer aquel especialísimo bebé, que era su Hijo
querido, y que nos lo enviaba como el Mesías para nuestra salvación. No se
avisó a la prensa, ni tampoco los potentes estaban informados de cuanto sucedía
en aquel pequeño rincón perdido que todavía no figuraba en las guías de turismo
religioso. Unos se empeñaban en esperarle en los foros de los doctos, otros en
los fortines de la soldadesca, otros quizá entre los poderosos de entonces y de
siempre. Pero no era ese el plan. Y nadie, casi nadie se enteró. Pero no por
ello Él dejó de venir. No por ello dejó de suceder aquel milagro. Era noche
buena como pocas, una noche buena como ninguna. Y sucedió aquello que los
sencillos esperaban porque Dios lo había prometido y en aquella hora cumplió
para siempre lo que estaba escrito como espera y exigencia en sus corazones.
Dios hecho hombre, hecho historia nuestra capaz de brindar nuestros gozos y
sollozar nuestro penar. Para decirnos lo eterno, quiso aprender nuestra lengua
a fin de balbucirnos un amor que no caduca, una paz que no claudica, una
fidelidad que no traiciona. Verbum caro
factum est. La Palabra se hizo carne. Dios se humanó para hacernos a
nosotros verdaderamente hijos suyos y hacer posible la hermandad.Bien
pudo Dios imaginarlo y realizarlo de otra manera, y haberse encarnado en los
estamentos del poder, o del saber, o del tener. Pero Él no escogió los tronos y
los cetros de los que gobernaban, ni los areópagos y foros de los que bienpensaban,
ni los fastos y multinacionales de los que acumulaban. Tal vez, desde nuestra mejor buena voluntad, no se nos habría
ocurrido mejor método para vender bien las verdades de Dios y acrecentar su
eterno prestigio. Martín Descalzo escribió magistralmente que “los hombres,
siempre aburridos y seriotes, se habían imaginado al Mesías anunciado de todos
modos menos en forma de bebé... Esto tenía más aspecto de broma que de otra
cosa. ¡No era serio! Y sin embargo aquel bebé, que iba a comenzar a llorar de
un momento a otro, era Dios, era la plenitud de Dios. Y se había hecho
enteramente hombre. El mundo que esperaba de sus labios la gran revelación
recibió como primera palabra una sonrisa y el estallido de una pompa en sus
labios rosados”.
Misa en la capilla de San José (Belén) |
Dejemos crecer a este pequeño Dios que con
nosotros quiere seguir creciendo, y que nuestra vida cristiana pueda madurar
como maduró la del Niño Jesús. Aquello aconteció
cuando un silencio todo lo envolvía y la noche estaba a la mitad de su carrera.
Y aquí y ahora estamos nosotros, testigos en nuestra peregrinación de aquella
noche dos mil años después. Y lo somos en medio de nuestros apagones, de
nuestros fríos y nuestro estrés. No sólo vino Dios entonces, sino que viene
ahora y después, para poner su luz que nadie puede apagar, su ternura cálida
como la gracia, y su paz que llena de sereno sosiego nuestra alma y nuestra
agenda.
+
Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo
de Oviedo
De este compartir, toda una meditación sobre la Palabra, me quedo con la acogida confiada de María. El Dios que, como celebramos cada año por Navidad, se hace grande siendo pequeño. Qué difícil resulta esto en nuestra vida, cuando lo que vende es ser más que el otro, tener más, triunfar más. Le pido al Señor que aumente nuestra fe, para verle y adorarle en lo pequeño, para acoger su Palabra que sana todas nuestras heridas. Gracias. Patricia
ResponderEliminar