viernes, 10 de julio de 2015

Viernes, 10 julio de 2015. La última estación gloriosa del viacrucis: aleluya




Vía Crucis por la Vía Dolorosa de Jerusalén
 
 
Todo el periplo que hemos realizado en Tierra Santa concluye con el final de los hechos que aquí se rememoran con honda piedad. Y tras todas las palabras vueltas a escuchar in situ, así como tras habernos asomado a los gestos, milagros y encuentros que tuvo Jesús en los distintos lugares de esta tierra bendita, quedaba un plato fuerte donde los haya: aquel viacrucis primero en la Vía Dolorosa de aquel Viernes Santo de la Pasión del Señor.

            Era viernes también, y fuimos atravesando la Puerta de Damasco, todo el zoco impenetrable por la cantidad de musulmanes que acudían a la oración de la Mezquita principal en este día festivo para ellos, con la peculiaridad de que coincidía el Ramadán de su mes de ayuno entre el alba y la puesta del sol. Como buenamente pudimos, y con patentes medidas de seguridad por las calles por parte de la policía y el ejército israelí, llegamos hasta el Lithóstrotos donde comenzamos la primera estación del viacrucis.
 

            No son catorce estaciones al uso, como quien sigue el guión preestablecido por un piadoso argumentario. Son catorce escenas en las que nosotros también estábamos allí representados por lo mejor y lo peor de quienes ven pasar delante a un Dios malherido en su humanidad que de esa guisa rubrica con su sangre la redención inmerecida que vino a traernos. Siempre recuerdo algo que me sucedió la primera vez que hice el viacrucis en Tierra Santa. Estábamos a punto de comenzar esa práctica piadosa cuando de pronto unos chavales traían como se traen unos paraguas tras las primeras gotas, cruces de varios tamaños, manoseadas por la frivolidad turística que consume lo que sea. Se ofrecían a un precio de alquiler totalmente módico: Padre, un dólar. Alquilar una cruz para hacer el viacrucis con semejante trofeo. He pensado en esa escena muchas veces después. Porque hay otro viacrucis que no tiene por domicilio Jerusalén, sino donde cada uno habita. La cruz que se nos carga en los hombros no es de madera, sino la que nos toca abrazar. Esa cruz cotidiana no se alquila ni por un dólar ni por más: resulta escandalosamente gratuita aunque paguemos tan alto precio.
 

            Quizás en la Vía Dolorosa de Jerusalén sea obligado rechazar una cruz burlesca de madera con alquiler de quita y pon. Pero en el viacrucis de la vida la cruz es tan propia, que tiene el nombre, edad y domicilio de cada cual. Ya no se dan esas cruces de alquiler, tan sólo llevamos cada grupo una cruz grande desgastada por la piedad conmovida de tantos peregrinos, y nos preside como enseña en un camino cuesta arriba mientras recordando aquel viacrucis primero subimos con Jesús hacia el mismo Gólgota.
 

            Se nos concedió recorrer este camino de amor extremado hasta la locura de una muerte en cruz (Filp 2,8). El Señor nos dio la gracia de estremecernos ante tan estremecida forma de amarnos que Él escogió para responder a la indiferencia, al desprecio y a la ingratitud de su criatura más querida. Este amor es el que Dios ha tenido con cada uno de nosotros, tomando en serio nuestra felicidad, como nadie y hasta siempre. Él no ha puesto condiciones previas para dársenos hasta el final. Ha respetado de antemano nuestra libertad, aunque la usásemos mal ante a su entrega, blandiendo torpemente el arma del olvido o de la hostilidad. Y Él perdonará siempre, cada vez que siempre hagamos, lo que no sabemos siempre: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34).

             El amor engendra vida y por amar está dispuesto a perderla. Así ha sido el amor de Dios Amor. Y este drama de amor, no ha quedado como gesta añeja de un bonito pasado, sino que Él se arriesga a amar de nuevo; y por abrazar nuestra vida, este Dios será interrogado, torturado, conculcado en sus derechos, mal-juzgado, condenado, matado... No, no es una historia cruel de un ayer de 2000 años. La Pasión de Dios es tan actual como la de cada uno de nosotros. Dios gime hoy hasta la muerte en el hambre, en la injusticia, en el terror, en los sin-sentidos absurdos, en las violencias de tan diversos terrores, en la pena negra de todos los parias juntos, en la soledad más espantosa, en la falta de esperanza, de caridad, en la falta de fe.
 

¿Dónde están las muchedumbres hambrientas y saciadas por Jesús, los enfermos curados... los discípulos predilectamente acompañados? Todos huyeron: por miedo, por incomprensión, por ingratitud. El lance final del drama de Jesús tuvo muchos espectadores curiosos, plañideros y acompañantes furtivos. Pero al pie de la cruz sólo quedan María y Juan. Dos fidelidades que se unen a la de Jesús en el testimonio silencioso de estar ahí: ante el misterio de una masa que pasó de los hosannas al crucifícale con la docilidad de una consigna; ante el misterio incomprensible de la agonía del Hijo y del Maestro. Hora suprema, hora de nona. La Vida está muriendo en una cruz. Sólo hay espacio para un silencio abismado que pueda acoger en los adentros aquél diálogo último del Señor con el Padre: Perdónales, porque no saben lo que hacen (Lc 23,34). Así, como quien abre una rendija póstuma al perdón ante el absurdo más injusto e increíble. Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (Mc 15,34). ¿Quién entenderá este grito supremo de Dios a Dios? Hasta este punto te solidarizaste, Jesús, con nuestra condición humana.

            Todos los abandonos, todos los desgarros, las oscuridades y extravíos, las soledades y miedos, estaban en tu grito, Jesús. Ese grito resuena en todos los abandonos de cada uno de tus hermanos, de cada generación. Y en tu abrazo sublime extendido en la cruz, hiciste también tuyas todas las muertes, toda muerte violentada, amordazada, toda muerte segada por terrores antes y después de nacer, toda muerte de cualquier pecado. Dar la vida como Jesús, sin ficción y hasta el final. El sol se enluta como impotente testigo del ocaso de quien tan hasta el extremo amó. Todo se ha cumplido, e inclinando la cabeza, expiró.
 

            Y así llegamos al Calvario. Era la penúltima estación. Jesús despojado, crucificado, clavando el asta de su cruz en la piedra de una tierra humana que se abrió. El silencio del momento, el misterio más inmenso, tiene forma de cruz en la que Dios nos dice hasta cuánto nos ama como nadie y para siempre jamás. Pero por más que aquella palabra muda se nos impusiese misteriosamente viendo a Jesús morir en la cruz, no fueron las siete palabras las que cerraron eternamente los labios que pronunciaron las bienaventuranzas y nos enseñaron a rezar el Padrenuestro. Había una octava palabra que escuchar, la más grande y definitiva, la que se pronuncia como un canto que no acaba llenando de música y de armonía la vida otrora enterrada.

            Como la noche da paso a la aurora; como el sol reluce tras el llanto de las nubes, y la semilla se hace flor, y la flor sabroso fruto, así Cristo ha entrado en la entraña de la tierra, para salir amanecido. La muerte y todos sus símbolos y sus aliados, no tiene ya la última palabra. Nosotros seguiremos tal vez perplejos, asustados y fugitivos, como los discípulos; o acaso llorosos y desconsolados, como la Magdalena. Siempre así, cuando la muerte, en cualquiera de sus formas, nos acorrala y amenaza. Pero no es la hora del llanto, ni del pánico, ni de la fuga. Jesús resucitará al tercer día, y llenará de sentido todo abandono y toda muerte, haciéndolos encuentro y vida.
Misa en la capilla cruzada de la Resurrección en el Santo Sepulcro
 

            Y con cantos de aleluya en los labios, veremos que se pueden transformar los desiertos en torrentes, las espadas y las lanzas en arados y podaderas, las lágrimas en sonrisas, los lutos y sayales en trajes de danza y de fiesta. Cristo, grano de trigo en la tierra dura y oscura, en el sepulcro de todos los vacíos, resucitará. Y la creación y la historia serán testigos de que aquél sepulcro quedará vacío para siempre. Porque la muerte que en él fue sepultada ha sido vencida, ha sido muerta y en Jesús amaneció para siempre la vida resucitada. Es la que se corresponde con nuestros deseos, es la que expresa nuestro grito de fe.

Como en la mañana primera, Dios vuelve a pasar por nuestro caos para llenarlo de armonía, revistiendo nuevamente de bondad y belleza lo que sus labios creadores de nuevo pronuncian con palabra de eternidad. Al unirnos a la alegría, al aleluya, al albricias de toda la creación y de todos los creyentes, también nosotros queremos ser testigos de su paso entre nosotros, de su paso siempre bondadoso y embellecedor. Y ¿qué debemos testificar? Pues lo que la misma Pascua pro­clama y canta: que la luz vence a la sombra, y la paz a la guerra, que el amor vence al odio... porque Jesús ha resucitado.
Venerando el Santo Sepulcro
 

Quiera Él hacernos ver, y constituirnos en testigos de ello, que todos los enemi­gos del hombre incluyendo a la misma muerte, no tienen ya en nuestra tierra la última palabra. Y que estamos llamados a cantar y a contar este mi­lagro, esta maravillosa in­tervención de nuestro Dios. en medio de todos nuestros dra­mas y dificultades, ha su­cedido algo, ha ocurrido algo, que ha modificado en nuestra historia todos los fatalismos que nos acorralan y atenazan: Jesús resucitado. Sí, vaya­mos al sepulcro, a ese en el que tantas veces quedan sepultadas nuestras esperanzas y alegrías, nuestra fe y nuestro amor, y veamos cómo Dios quiere resucitar­nos, quitar las losas de nuestras muertes, para susurrar en nosotros y entre nosotros una palabra de vida, sin fin, verdadera. El sepulcro hablaba para siempre de una muerte vacía y de la vida habitada.

La resurrección de Jesús es el triunfo de la luz sobre todas las sombras, la esperanza viva cumplida en la tierra de todas las muertes. No hay espacio ya para el temor, porque cualquier dolor y vacío, cualquier luto y tristeza, aunque haya que enjugarlos con lágrimas, no podrán arañar nuestra esperanza, nuestra luz y nuestra vida. Cristo ha resucitado, y en Él, se ha cumplido el sueño del Padre Dios, un sueño de bondad y belleza, de amor y felicidad, de alegría y bienaventuranza. El sueño bendito que Él nos ofrece como alternativa a todas nuestras pesadillas malditas.

Y ahora volvemos a la otra Tierra Santa, igualmente bendita, donde nos aguarda ese mundo familiar, profesional, vecinal, social… que dejamos hace diez días para hacer esta peregrinación a la patria de Jesús. Todo estará igual, con toda su carga de luz y de sombra, con lo que está encauzado y lo que sigue sin resolver, lo que nos llena de gozo el alma y lo que nos arruga las entrañas. La circunstancia de cada uno seguirá siendo la misma, pero tras esta peregrinación puede haber cambiado una cosa muy importante: nuestra manera de mirarla, de abrazarla, de vivirla. Sí, todo cuanto hemos recordado de Jesús, de María, de los Apóstoles, se ha hecho un motivo de renovación cristiana que nos permitirá leer de otra manera los Evangelios, y vivir de modo nuevo todo lo que compone nuestra vida cotidiana. Esta ha sido quizás la sorpresa que pedimos el primer día, una sorpresa íntima y personal, que no pone como condición que cambie el mundo para ser yo mejor cristiano, sino que pide con humildad ese cambio personal como conversión primera, para hacer el pedazo de mundo que pisan mis pies y abarcan mis brazos, un espacio o terruño en donde se escucha y se ve la vida cristiana.

El grupo de peregrinos asturianos, con su Arzobispo, Mons. Jesús Sanz, en el Santo Sepulcro de Jerusalén


+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm

Arzobispo de Oviedo

 

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